domingo, 18 de marzo de 2018

Flavio Crescenzi

                         Artista Daria Andresen 


Balada otoñal para la mujer que recuerdo

Ha venido el otoño con sus grandes heridas, con su gangrena verde y negra de flores como árboles. Ha venido con su funeral de relojes y de plata, con su siniestro calendario y su cadena rota de perro que ha huido de sí mismo. Ha venido el otoño, sí, y tu recuerdo es una dulce bofetada en mi semblante.

Puede ser la luz encendida de una casa, la moneda de un peso vista de costado, esa ración de no se sabe qué, esa porción de historia que el otoño agrega a mi ahora abultada biografía o, quizá, ese niño de siempre, que fotografía trenes lejanísimos desde su ventana cuando nadie lo ve. Y entonces, como un preso al que le han dado una libertad no deseada, como un recluso que despierta en la noche y comprueba que la cárcel que lo apresaba ha desaparecido en torno a él, me pongo a rehacer tu cuerpo, como si fuera de miga de pan o de algún otro material domesticable, y te invento un cuello de oceánica soberbia o unos pechos de harina como los frutos de un horno insospechado.

Sí, te hablo a vos, dulce mujer de mis recuerdos, dulce mujer de mi presente, ahora que el otoño está en la calle como un sutil genocidio, como un desfile castrense, con banderitas y santos y luciérnagas, con toda la liturgia inútil de las estaciones perdidas.

 El otoño es un entierro al que se llega tarde, un funeral por alguien de quien nos hemos olvidado. El otoño es la imposición de placas y de cintas a los muertos en pie de un camposanto. Y yo, muerto ilustre al que alguien, por descuido, piensa todavía, estoy aquí, rígido y triste, mirando los huecos visibles de tu ausencia, repartiendo tu ropa por las tumbas.

Ahora que abril es un gran río desbordado hacia la nada, imagino tu cuerpo de otra época, tu vientre caprichoso, el sabor de tu piel, como fruta comprada a la mañana, no en esos supermercados fariseos que siempre están al borde del quebranto, sino en la orgía frutal de imaginarios mayoristas. Sí, tu piel, cáscara nívea donde mordía el sabor concentrado de mil jugos o el improbable resuello de tu esencia.

Un cristal me separa de los meses, pero el tiempo me cose y me descose, igual que a los demás, porque el tiempo, zapatero remendón de tanta gente, hace de un hombre un saco mal cosido, un pellejo de vino recompuesto con el vino, que corre por las calles como sangre de difunto, como hilo de sangre que va cayendo hacia un desagüe, hilo esquelético, desde el ataúd hermético y pagado de la muerte.

El otoño es la estación nocturna y filarmónica en la que los muertos nos enamoramos de nuevo de los vivos, los miramos por las tapias del cementerio y sufrimos recordando qué manos tiernas nos amaron clavándonos sortijas, dibujitos, calcomanías ridículas en lo más delicado de nuestro viejo corazón de fallecidos.

Solo y sufriente, sin bajar a la calle, sin unirme a la pomposa corte de gente adormecida, sin tomar una copa al vuelo en el baile deletéreo del otoño, en esa fiesta infame que se está celebrando a costa de la inmensa mayoría, en medio de patios y recatos vacíos, sigo aquí, añorando el sabor de tus sudores, ese tiempo en el que yo era una muralla con ensambladuras de siglos, y tus manos, lagartijas traviesas que me recorrían con audacia al calor de un clima más dichoso. Ahora es otoño, y probablemente estés haciendo cualquier cosa mientras escribo estas palabras; ahora es abril, y tal vez pienses que ni siquiera tiene sentido que las diga.



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