miércoles, 21 de marzo de 2018

Benjamín Román Abram


RECETA



Safari en Lima era el negocio de moda en la capital peruana. La idea de instalar un restaurante especializado en platos keniatas había sido un acierto. La demanda era tal que la única forma de tener una mesa era previa reservación días antes.
La idea gastronómica surgió de los gustos culinarios de su propietario, el señor Jorge Masías Solórzano, peruano, conocido como «el African». De adolescente había pasado algunos años en Mombasa, donde su padre fue cónsul. Allí pudo disfrutar de imponentes escenarios naturales y con el permiso de su madre, una fina dama limeña, aprendió aspectos de la cultura masai, incluyendo degustar sus extraordinarios potajes.
Para la alta sociedad limeña, él era un empresario de treinta y dos años, rico, culto, filantrópico y algo excéntrico. Lo observaban movilizarse en autos cuyos exteriores imitaban la piel de las cebras o el hermoso plumaje de aves coloridas. De vez en cuando le gustaba sorprender a los suyos imitando el poderoso rugido de un león hambriento. En su establecimiento la música de fondo que acompañaba a los clientes, era el redoble de tambores tribales. También llamaba la curiosidad el atuendo y rasgos de sus trabajadores. Ellos hubieran sido perfectos como extras para una película de Hollywood, de esas que ya no se hacen, en las que un explorador europeo del siglo XIX se encontraba africanos no contactados por occidente.
Todo iba bien hasta que un cliente lo acusó por haber encontrado un pulgar humano en su comida. Los medios de comunicación amarillistas dijeron que vendía carne humana y ya apostaban por sentencias judiciales drásticas. Ese día, él recordó que al salir de Kenia le habían advertido que las recetas no podían cambiarse bajo ninguna circunstancia o la vida del osado sería un infierno.
«No, señor juez, toda nuestra carne tiene un estricto control sanitario».
«No, señor juez, nuestro personal es entrenado. No me explico por qué la dependencia de salud indica que no era carne animal. Era de cebra y de rinoceronte, punto. O es un terrible error de ellos o es una vil conspiración de la competencia en mi contra. Ya sabe que nuestros compatriotas no perdonan el éxito. Pido un nuevo peritaje por especialistas renombrados que propondremos las partes».
«No, el canibalismo ya no es una práctica en Kenia».
«Me reservo el derecho de llevar a la justicia a quienes me vinculen con eso».
Antes de acudir a una segunda audiencia judicial, y mientras se cambiaba de ropa, seguía pensando en las instrucciones y consejos que le dieron sus abogados. Que negara todo, que nada le pasaría y el caso sería cerrado. Eso fue lo que sucedió.
Más tarde, de regreso en su inmenso restaurante, se detuvo ante el espejo de su baño privado. Había triunfado en el juzgado, y es más, litigaría con el ministro de salud por difamarlo. Hasta lo demandaría por lucro cesante, pero la verdad era que nunca vio disminuida la demanda de los servicios culinarios, así que apenas sería por daños morales. De pronto vio en el espejo, además de su imagen, una fantasmal flecha de madera con punta triangular que en cámara lenta se dirigía a su espalda para disolverse antes de llegar a esta. Se rió por la advertencia. De ninguna manera pensaba en innovar o fusionar con los ingredientes peruanos las fórmulas keniatas. Las recetas tradicionales se respetaban. Él seguiría usando carne humana de primera. ¡Claro está!

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