martes, 17 de octubre de 2017

Gustavo Tisocco

                                            Pintura de Caspar D.Friederich
Bautizado de sal

ahora recorro espacios

donde nadie dejó antes su aroma,

donde no hay días ni noches,

sólo el resplandor de una superficie

de la que quiese escapar.




Y ya no visto más que con algas y corales

-no necesito más disfraces-

me embriaga la intemperie azul de las profundidades.




Bautizado de sal

-a quien otros llaman el ahogado-

soy dueño absoluto de mi destino

de mis silencios.

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  De mi abuela Aurora

recuerdo su vestido gris con pintitas blancas

-no puedo precisar si eran lunares o rayas-

su andar lento, sereno,

su mirada triste.

La evoco jugando a la loba

en esa mesa redonda que era como un universo,

sus monedas, su vincha en el pelo

estaban ahí.




Recuerdo su huerta, sus porotos,

caminar con ella juntando huevos,

las plantas de tártagos,

el sabor de las granadas

-porque ella tenía granadas,

nunca vi otro árbol de esa fruta en mi pueblo-

sus duraznos secos para la compota,

las manzanas verdes.




Amaba a mi padre

con un amor escondido y desparejo

-como esos amores prohibidos

en las dictaduras-

pero inevitable y perenne

como un viento tibio que corre entre los sauces.




Eligió partir

cuando llevé a mi padre a conocer el mar

-no creo sea casual-

hay amores que protegen

que perciben la maleza entre las flores,

las serpientes.

Y la despedimos ahí

con una oración marina y flotante

alejados del ruido, del infierno.


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