viernes, 1 de septiembre de 2017

Simón Esain

                                                  Artista André Masson
1

miraba la montaña y decía
es poco lo de este día

me daré por anochecido
cerca de hay
nada




2

eso no pasó
no se ha ido
aquí todavía
está pasando




3

sacar algo
contarlo tanto
morir nunca

(De: Un ventanuco restante, poemario inédito)









El acelerador de partículas


Para reproducir la creación del mundo acudíamos a un muy simple procedimiento.
Extendíamos los brazos y comenzábamos a girar sobre las puntas de los pies conservando el mismo lugar donde estábamos parados, y sin perder las zapatillas (si las perdíamos en el primer intento, nos agachábamos a ajustarles los cordones). Lo hacíamos cada vez más rápido y con los ojos abiertos, sin hacernos trampa. Luego se nos abría la boca y las palmas de las manos apuntaban hacia abajo. Luego, cuando ya no distinguíamos nada que no fuera zumbido y bamboleo, gritábamos para no perder la imprescindible referencia a medida que del desmenuzamiento total ingresábamos a un estado de nebulosa loca, incluido el rastro que alrededor formaba nuestro grito desatornillado que se unía a los otros. Nuestros corazones reían.
En esos momentos zumbones, inclinar la nuca atrás y levantar los ojos hacia donde del cielo quedaba apenas un centro de circuitos en marcha, oscilante, tambaleante embarcado en su color de siempre un poco turbio, era una proeza que ninguno podía soportar más de un segundo, porque equivalía a descoyuntarnos de toda referencia y espiar en el mismísimo ojo de dios. Un segundo bastaba para comprender que no éramos capaces de soportar esa mirada.
Suspendida esta tentación final por un golpe de los arrepentimientos que aún teníamos embolsados, el tono postrero de nuestro grito se elevaba a festejo necesario y se nos escapaba para acabar desfallecido en una risotada tras otra, que nos privaba del aleteo de los brazos justo cuando más lo necesitábamos porque nos sentíamos a merced de nubes que pisoteábamos sin querer y que se nos enredaban a la cabeza y los tobillos sin que necesitáramos creerlo.
Borrachos del único modo que los adultos nos permitían, festejábamos a costillas del insolente al que peor le había ido y que estaba tratando de levantarse del polvo, mientras nuestra obra se esterilizaba en la normalidad pedestre del primer patio delantero que todavía parecía querer irse a la parte trasera de la casa, de las paredes alargadas que volvían a no ser tan largas, de la tranquera abierta que por no mucho tiempo más era dos o tres tranqueras que pasaban, de los corrales ya negros y achatados, del sol sobre el desparramo de cardos, de los montes azulejos que ya se habían posado allí donde siempre estaban.

De: Prosa Breve III

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