martes, 7 de marzo de 2017

Eliecer Araneda Espinoza


EL ENCUENTRO

El día amaneció alegre.
Ramiro salió de su cuarto mal oliente, infectado de musgos e imposible de ventilar. La única y gigantesca ventana daba a una calle llena de vehículos, brumo y transeúntes. Consciente de su ofensivo olor, caminaba por la vereda del sol esperando que el olor lo abandonara antes de llegar a la sala de clases. Al menos ahí podría conversar con alguien y el ambiente no sabría a interior de ataúd meses después de su puesta en servicio.



Lucila salió a la calle tarde, por lo que tuvo que correr al paradero del bus a la Universidad donde se encontraría con Ramiro. Ella lo respetaba por el esfuerzo que ponía en sus deberes de estudiante, que lo sacaría de su pobreza actual y le llevaría a muy cerca del cielo. Ella, a veces le llevaba algún alimento bajo la mirada reprobante de su madre. Hoy no. Hoy harían algo especial, algo que consumiría el total de sus mezquinos ingresos mensuales.



Tarde en la mañana, Ramiro llegó al taller de Lipercio, su peluquero y amigo desde la niñez, para lo cual se limpio prolijamente el cuello con trapos empapados en agua frígida. Luego volvería a su cuarto a lavarse el pelo y trapearse el resto del cuerpo antes de ir al encuentro con Lucila. Mientras miraba en el espejo el trabajo de su amigo, conversaban acerca de su pueblo natal y de los amigos del pasado. Ramiro se preparaba para salir cuando escucho que Lipercio le decía: “Sabes, ayer vi a Praxedes. Me dijo que se venía. Y cuando le hice bromas contigo, solo rió.”
Praxedes, eh, pensó. “¡Que maldición si aparece cuando ande con Lucila!. No...Esta ciudad es muy grande.”
Trapearse con agua helada ayuda a la circulación, le había dicho su padre, Palomo, para justificar las obligaciones de su pobreza. Puede que tuviera razón, pues sintió tibia su piel después de cumplir con las órdenes de su pronto encuentro. El olor a limpio de la ropa lavada por su prima Lastenia incrementó su seguridad en sí mismo. Sólo faltaba que el Coneja Dorronsoro cumpliera con su promesa. “Pero Ramiro, para qué están los amigos si no”... “bueno, es que quiero conocer a ese milagro de mujer. Sólo hermosas flores en su punto pueden mantener quieto a un picaflor”, el Coneja le había asegurado.



Al volver a la sala de clases, los silbidos que recibió le confirmaron que su prestancia era la adecuada. “Si hasta huele bien” advirtió una compañera. Ramiro ignoró los comentarios que siguieron tratando de concentrarse en la tarea a su vista. Este tenía que ser su mejor curso. De ello dependía su vida, mi futuro, pensaba.
Poco a poco, arrastrándose disimulada, la cercana presencia de Praxedes se refugió en su mente. “Qué querías que hiciera” fue lo último que escuchó de ella luego de un momento de violencia extrema. Sacudiéndose de toda culpa, concluyó: “Que mierda, ella se lo buscó”.



La timidez de Ramiro fue evidente desde temprano. Ella lo obligaba a acciones que Palomo llamaba tontas. Para su aseo matinal se retiraba lavatorio, jarro con agua y trapos en mano al rincón del níspero, lejos del parrón donde estaba la llave del agua. Deseaba sentirse en privado y no le bastaba la sábana colgando del parrón. Días antes de terminar la escuela primaria supo que su intimidad era pública. Caminando a clases, su vecina Praxedes lo acompaño. “Tu cuerpo es bonito”, susurró. Ante el asombro de Ramiro, ella, ahora retrocediendo frente a él y levantando con sus manos sus senos insipientes, prosiguió “es que te veo todas las mañanas. A veces me dan ganas de pasarme por las matas” Mirándolo a los ojos, Praxedes, riendo exclamó “¡No sabes nada de nada!”.



Concentrado en la clase, solo notó el final cuando sus compañeros se levantaron para salir al campus. Luego de una mirada alternando de ver a Lucila, continúo tratando de ver claro la relación entre sofismo y sofista. Ensimismado en sus pensamientos, no la vio hasta que lo tomó de un brazo, exclamando: “¡Qué pasa estudiante!”. Al escucharla, la voz de Lucila puso la imagen de Praxedes entre ellos. Al hablar, cambiando la intención de sus pensamientos, se encontró hablando sin sentido y recibiendo una mirada inquisitiva la que cambió al mantener los ojos en contacto, para terminar en las sonrisas que habían desarrollado con los meses de compañía mutua, de caricias, de compartir sueños y problemas comunes. Entregados a una conversación revisando anhelos y logros, y riendo de sus pequeños reveses, el camino y el tiempo desaparecieron más allá de la última esquina. Al reconocer cercano el lugar de su destino él sonrió tranquilo. La vereda aún recibía el sol de la tarde y las casas reflejaban los colores de sus fachadas delatando parte de la personalidad de sus moradores. Sólo el lugar de su destino iba más allá: el rosianaranjado enmarcado por vivos verdes obscuros eran una llamada de atención. Pero, al mirar al frente y notar la dama que caminaba en sentido contrario, su sangre se heló. Praxedes apareció de la nada.



¡Qué pasa estudiante!”
Después de llamarlo, Praxedes salió de la penumbra ofreciendo una mano que Ramiro no pudo desconocer. Al tocarla sintió una chispa entre ellas y que perdía el control de la suya. Praxedes la acercó a su pecho y la presionó contra sus senos al tiempo que una mano sabia recorría la anatomía que lo hacía hombre. No trató de explicarse las razones de su sometimiento a esa voluntad invitante, que lo hizo desaparecer en la obscuridad bajo los árboles para cumplir con obligaciones desconocidas que producían pánico, mientras seguía los caminos que ella le mostraba hasta que el silencio se apoderó de todo.
Pensándolo bien, pudo ser consecuencia de una pobreza que demanda medidas extremas para asegurar la supervivencia lo que la obligó a susurrar “¡qué querías que hiciera!”.
Al regresar de vacaciones a su pueblo,
Ramiro la buscó por un tiempo, preguntándose por las razones de su ausencia, hasta que una noche lo encontró en la esquina de sus citas. Al retirarse vio una pareja caminando por el centro de la calle. Curioso se detuvo y reconoció a Praxedes acompañando al Mistela. Al pasar por su lado sólo hubo una mirada de última hora y un guiño, más mueca que sonrisa, escondiéndose en la obscuridad al avanzar calle abajo sin volver la vista.
Días más tarde, un anochecer, Ramiro regresaba de jugar fútbol con su grupo social, pensando en sus obligaciones escolares, cuando sintió que lo sujetaban. Al girar y verla sonriendo contrajo sus ojos, la cogió del cuello con una mano y con el puño de la otra, soltando el bulto de su equipo, la golpeó violentamente en la mandíbula. Asustado, la vio afirmada contra el muro implorando “¿Qué querías que hiciera?” por última vez. El se lanzó a correr esperando desaparecer en la obscuridad. Por el resto de la semana se confinó en su casa, asistiendo a misa el domingo en la mañana, antes de iniciar el regreso a su colegio. Evadido de todo, siguió el rito sin preocuparse de los pocos feligreses presentes. Al salir bajando escalones sintió a alguien saltar por detrás sobre él, cogerlo de la cara e intentar rasguñarlo, ojos y todo. Instintivamente, cogió la cabeza del atacante por sobre un hombro lanzándolo gradas abajo con una violenta venia convulsiva. Entonces la reconoció: Praxedes, gritó hacia sus adentros, y vacilando entre ignorarla o ayudarla la sintió gritar, “Hijo de puta. La próxima vez te partiré la cabeza.
Ya verás”.
Lucila, al tomar su mano, lo volvió a la realidad. Praxedes seguía caminando segura contra ellos cuando la distancia hacía imposible una retirada por su parte. Entonces pensó en posibles respuestas a las acciones de palabra u obra, levantando cabeza, dispuesto a todo. Después vendrían explicaciones, ruegos y rendiciones de cuentas por acciones que habían permanecido ocultas. Cuando ya oía sus pasos se resignó a lo peor. Praxedes se dirigía de frente a él, muy serena, lo que lo alarmó más. Los movimientos siguientes fueron de decisiones muy medidas: un medio paso hacia la derecha, sin empujar a Lucila, y una ligera torsión del cuerpo. Praxedes, a su vez, dio un medio paso hacia la derecha y una ligera torsión del cuerpo. Ella lo rosó intencionalmente sonriendo en triunfo, lo que Ramiro rogó que Lucila no hubiera notado.
Unos pasos más allá llegaron a su destino: Restaurant El Encuentro – Platos regionales – Chichón – Ramiro abrió la puerta. “¡Cómo te va, mi amigo! Justo a tiempo. Este no cambiará nunca”. “Lucila, creo. Está en su casa. Yo soy Filidor Dorronsoro, a sus órdenes,” le decía mientras la ayudaba a sentarse a la mesa que lucía una tarjeta impecable:



Reservado: Lucila Urra y Ramiro Arkonada.



Filidor, alejándose, pidió a Ramiro que lo acompañara. “Dime, en qué andas ahora: hoy empezó una niña nueva. Yo le explicaba nuestro modo de operar cuando la noté nerviosa al leer la tarjeta de reservado. Ella se detuvo y me dijo que había olvidado una cita con su dentista, rogándome que le permitiera salir. Espero que no te coloque en alguna situación difícil.
Regresando a la mesa tomó la mano que ofrecía Lucila sonriendo y mirándola a los ojos mientras pensaba – La juventud es una enfermedad que se cura con los años.-
MORALEJA: ¡Qué Dios los sorprenda confesados. !


De Quirihue, residente en Winnipeg MB - Canadá




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