jueves, 1 de octubre de 2015

Antonella Seibane

Ilusiones de Adolescente


Desde muy joven, participé en un partido llamado Concentración Obrera. Luchábamos para que no hubiera diferencias sociales.
Hombres honrados conducían esa organización, muchos de ellos llegaron con el tiempo a ser concejales en lo que era por entonces el Concejo Deliberante, pero nunca cambiaron su posición social: eran pobres y siguieron siéndolo.
Recuerdo un episodio que ocurrió cuando era chica y que dio que hablar bastante. En esa época la compañía eléctrica se llamaba Chade, el pliego a aprobar por el Concejo era muy discutido y le ofrecieron al concejal de mi partido- omito el nombre porque fue un hecho verídico- una coima suculenta que no le hubiera venido nada mal, pero su honestidad estaba ante todo, además era el lema de ese partido. Increíble pero real.
La juventud nos hacía fuertes ante todas las contrariedades que en ese tiempo se nos presentaban y los valores que estaban presentes creíamos que eran valiosos para forjar un destino grande. Se aprendía de los mayores, se era solidario, se pretendía una justicia equitativa, los jueces eran respetados por sus dictámenes y la palabra corrupción aparecía muy de vez en cuando.
Tal vez fueron ilusiones de adolescente. ¿Pero acaso no sería maravilloso vivir en un país donde las diferencias sociales no existieran, las organizaciones contaran con el apoyo del gobierno y las universidades y las escuelas fueran refugio de la juventud y el camino para su porvenir?



Mi viejo barrio


Después de varias décadas decidí ir a aquel lugar donde el sol solía ser de color plateado y la luna dorada, allí donde cada uno se reconocía: el viejo barrio de mi infancia y parte de mi adolescencia.
A cada paso del recorrido la emoción atrapaba mi alma, por momentos tenía cinco años y por otros quince, pero a la vez me encontraba desorientada, no podía creer lo que mis sentidos observaban y olfateaban, así que me dejé atrapar por los desteñidos recuerdos.
De repente apareció ese barrio de casas bajas con olor a canela y agua de azahar, con grandes jardines llenos de malvones, alegrías del hogar y jazmines que exhalaban un perfume que invadía todo el escenario.
Los vecinos competían por tener el mejor jardín, querían destacarse en la cuadra y con esfuerzo lo conseguían.
Lo tengo tan presente, como esos días de verano con las calles repletas de niños subidos a su monopatín, andando en bicicletas, corriendo carreras para ver quién llegaba primero, jugando a las figuritas o trepados en el árbol. El murmullo de las vecinas y el griterío del piberío.
Una niñez de gratos momentos junto a mis padres, hermanos y amigos. No faltaba ocasión de hacer algún revuelo en la cuadra, sobretodo cuando con mi mejor amiga Emilia hacíamos de las nuestras y terminábamos tirándonos del pelo y nos enojábamos hasta la mañana siguiente en que de nuevo íbamos juntas a la escuela.
En aquel tiempo la gente se brindaba para ayudar y cooperar en lo que fuera necesario, te fiaban en los comercios, tu palabra tenía valor, éramos entre todos una gran comunidad. Se compartía para consolarnos y hacer más llevadera la mala racha.
Otros contextos, otras edades… una visión más positiva de un futuro mejor.
Bueno, bueno- pensé-, Antonella dejá de filosofar” y ahí volví a la realidad: el cambio era notorio, muy pocas casas, muchos edificios de departamentos, pocos chicos en la cuadra, ningún viejo almacén, ni el galpón del carbonero como mudo testigo de aquellos años.
Regresé a mi casa y al ver a mis biznietos jugar en el comedor pensé: qué bueno fue recordar los sueños de aquella juventud, que en su mayoría se cumplieron.

Ahora será necesario aggiornarse a la postmodernidad, para no parecer una vieja centenaria.


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