miércoles, 30 de septiembre de 2015

Antonio J. González

 
El gran río


Se asomó a la pequeña ventana de su taller. El escultor había dejado por un momento la argamasa con la que pretendía elaborar una figura vigorosa que representara la furia, el desconcierto y la rabia del hombre, pero se había detenido cuando sonó el primer trueno que anunciaba la tormenta. Debajo de él pasaban las aceitosas aguas del Riachuelo, lentas, pesadas, oscuras. Durante muchos años, todos los días, veía esas aguas que viajaban sin apuro hacia el Río de la Plata. Don Julio vivía allí, sobre la estructura rígida y herrumbrada del viejo puente que cruzaba el Riachuelo en dirección a Avellaneda. Resonaron varios truenos y un rápido destello iluminó el cielo gris que cubría las casas y galpones de la orilla opuesta. Fue un estallido que de pronto estalló en sus ojos cansados sobre los vidrios de la ventana. Garrón se acurrucó junto a sus pies y su cuerpo gris se hizo un ovillo buscando calor. Puso su hocico debajo de una de sus patas y gruñó levemente como un gemido. El escultor se inclinó y comprendió el temor que sacudía a quien acompañaba sus días. Era el mismo temblor que él estaba sintiendo, no sabe bien si era por la tormenta que se anunciaba o el insistente dolor en el vientre que no le dejaba estar mucho tiempo de pie. Justo a él que acostumbraba a treparse a los andamios, a las escaleras, para romper la piedra, modelar la arcilla o simplemente descubrir las formas que escondía la madera. Volvió a sentarse en el sillón con almohadones que hacía las veces de cama, escritorio, mesa de trabajo, donde su cuerpo reposaba y encontraba la posición justa para aquietar el paso incesante del agua bajo el puente de hierro.
Pensó un instante en este mediodía, no tenía apetito, pero Garrón otra vez se acurrucaba a sus pies y le disipó la idea sobre el alimento. Ahora su mirada se volvió hacia la mesa donde estaba la masa sin forma de donde debía surgir aquella figura que imaginaba con un gesto de rebeldía, el brazo con un puño apuntando hacia el cielo, sus piernas abiertas firmes sobre el suelo y un rostro aindiado, rudo, increpando… ¿A qué? ¿A quién? ¿Por qué…? Tantas cosas… Tantas razones había para el grito desgarrado de la furia…
En ese momento la tormenta se descargaba sobre el viejo puente, el río y su pequeña vivienda que, en forma de torre, perteneció alguna vez al encargado de subir y bajar el puente ante el paso de las embarcaciones que, hace mucho tiempo, traían y llevaban bultos al frigorífico La Negra y otras industrias que estaban a las orillas del curso de agua.
Él sabía mucho sobre esa historia. Habría trabajado en el frigorífico en su juventud, con sus ilusiones libertarias. Recordó en ese instante aquellos días del ‘40 cuando pararon las tareas durante varios días…
Garrón se levantó asustado, rápidamente bajó la escalera de madera y comenzó a ladrar en la puerta de entrada. La lluvia descargaba su golpeteo incesante sobre los techos y los vidrios de la casa. El agua bajaba con sus rezongos por las oxidadas cañerías, mientras el viento sacudía toda la estructura con un temblor leve, casi imperceptible para Don Julio, pero no para la sensibilidad canina. El escultor se puso de pie apoyándose en los brazos del sillón.
- Garrón... – llamó sin fuerza ni convicción. Se asomó sobre la baranda y miró al perro que se mantenía alerta ante la imaginaria amenaza que estaba más allá de la puerta de entrada. No atendió el llamado. Siguió con sus orejas atentas, su hocico hacia el espacio exterior, toda su estructura perceptiva atenta a las acechanzas que el animal intuía a través de las paredes.
- Garrón, vení… ¡Garrón! – gritó con esfuerzo, al mismo tiempo que se volvió hacia el sillón. Se dejó caer lentamente sobre los mullidos almohadones y buscó la mejor posición para un cuerpo lastimado, dolorido, cansado… Vio la masa inerte de la arcilla, las herramientas que esperaban su mano ágil, firme y segura buscando los relieves, las hendiduras y los significados. Pensó en aquella figura… levantándose pese a todo… gritando con fuerza su furia…
Garrón buscó el refugio de sus pies. Ahora atento a los sonidos de la tormenta, a las acechanzas más allá de este espacio apenas iluminado por la tenue lamparita que oscila sobre ellos. Sus ojos no podían alejarse de la puerta que estaba abajo, la lluvia que golpeaba el paisaje gris del suburbio, tal vez el mismo Riachuelo que ahora aceleraba su paso… Don Julio pasó su mano por la cabeza nerviosa del perro. Sus dedos se metieron en su pelaje negro, pero Garrón no apartó su vigilancia de aquella presencia que sólo él intuía.
Don Julio sumó sus fuerzas, fue hasta la mesa de trabajo, se acomodó los anteojos y sus manos amasaron esa materia tan familiar. Los dedos aún tenían el vigor y la ductilidad de siempre. Pronto apareció una figura que plantó firmemente en la base. Poco a poco surgía el cuerpo desnudo de ese hombre, erguido sobre sus piernas… el rostro ya insinuaba el gesto hacia arriba con la boca abierta en un grito… y el escultor enseguida amasó sus brazos musculosos, tensos…
El animal bajó por los escalones de madera y se colocó en posición de guardia ante la puerta de entrada y la tormenta… El martilleo de la fuerte lluvia llegaba allí a través de los ventanales, un hilo de agua se escurría por debajo de la puerta… Los ladridos de Garrón eran desesperantes, insistentes… sin abandonar su posición rígida y la mirada más allá de la puerta.
Las manos de Don Julio se aquietaron… rígidas, frías y ausentes, mientras las aguas corrían en busca del gran río y Garrón subía rápidamente por la escalera....

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