martes, 25 de agosto de 2015

Osmar Luis Bondoni

 
EN MARZO

Aquí estoy otra vez con él, en Paseo Colón y Belgrano, donde aquella tarde me preguntaste por Retiro, y después me pediste la hora y más tarde que te ayudara a olvidar. En realidad él ya estaba aquí también aquella tarde, con su séquito declinante, aunque tal vez sólo yo lo supiera.
Sí; en el inmenso hormiguero (donde faltaban los que todavía estaban gustando la preparación de la nostalgia de mar que después pasearían alienados por Corrientes los sábados a la noche saturados de violencia cinematográfica y de pizza, donde aún faltaban, digo, e inclusive los fines de semana, dos todavía, algunos se hicieron la escapada a Mar del Plata, y todavía terrazas, y río, y cerveza), aunque nadie quisiera asumirlo y se aturdieran todavía de sol y ventanas abiertas y mesas afuera hasta la madrugada, en el inmenso hormiguero sordo yo sabía que el otoño ya estaba ahí aquella tarde cuando fuiste caminando conmigo hasta Retiro por el puerto.
¿Qué fue realmente lo que sucedió? ¿Por qué no dejé todo y me fui a vivir contigo? ¿Por qué no me lo pediste? ¡El sur, el sur! ¿Quién eras, dónde estás? ¿Y quién soy yo, finalmente? De mí puedo decirte que soy esta tristeza (esta tristeza que siempre fui), el otoño me trajo la tuya y aquí estoy otra vez.
Estoy otra vez aquí, en Paseo Colón y Belgrano, recordando, porque es el primer domingo de marzo y ya llegan adelantadas estribaciones del otoño. Asomada a la ventanilla del tren y mirando hacia nunca algo dijiste de preparar el recuerdo y del primer domingo de marzo, o de las tardes de todos los domingos de marzo y preparar el recuerdo. Y por eso estoy aquí.
Aquella tarde fuimos caminando hasta Retiro por el puerto. Yo te había indicado que para tomar un vehículo debías cruzar la avenida, y no sé por qué crucé también. Al llegar a la otra vereda tus ojos tocaron apenas los árboles, los techos, el cielo, y seguiste caminando por Belgrano hacia el río, y yo contigo. Así empezamos a despedirnos. Porque tal vez lo nuestro no fue sino eso: una renuncia, un naufragio, una infinita despedida.
Yo tendría que haberte dicho algo sobre acompañarte, sobre no ir al diario esa tarde y tomar un café y conversar, sobre conocernos. Pero te dije que el primer lugar en que se asienta el otoño cuando viene del tiempo es en mi piel, y tú me dijiste que no, que el primer lugar donde se asienta el otoño cuando viene del tiempo es en tu corazón. Y como sonreíste y yo sonreí y discutí contigo esa primacía ya no fue necesario sino seguir caminando por Belgrano, y después hacia las dársenas, hacia los últimos brillos del río, hacia nuestra corta historia que sin embargo durará toda mi vida, lo que me resta de vida, porque voy a esperarte cada marzo, cada año, cada vez que la piel me anuncie que el otoño está llegando y la hora de esperar. Intenté una pregunta, una explicación, tal vez una confidencia. Pero ya tu mirada, y enseguida la mía, estaban persiguiendo las gaviotas sobre las barcazas.
—Hay días del otoño en que uno cree tocar el infinito.
—Vacío. Vacío. Conozco un hueco que procura la dimensión del universo.
—Pero están esas mañanas soleadas de comienzos del otoño en que uno mira el pastito y descubre de pronto que Dios puede caber en un macachín.
En las dársenas me dijiste que los buques amarrados mienten, que no están allí, que son despedidas que esperan, partidas que aún están quietas, adioses en ciernes, lágrimas de ausencia que no han sido derramadas todavía. Una mentira. Como cuando llueve mucho a fines de febrero, días y días sin sol y con lluvia y de pronto ya es marzo, el sol sale y es una fiesta de flores y plantitas nuevas y abejas y mariposas que no saben que en algún lugar ya está agazapado el ciclo implacable del pampero. Esas flores, ese verde, el perfume húmedo que lo invade todo, son una ilusión, una efímera danza nupcial, una mentira del tiempo. La pátina ocre está en el aire y nadie la puede detener, porque ya setiembre es tan sólo recuerdo y la realidad de marzo es el morir. “No se puede confiar en el perfume”, me dijiste. “Ni en los barcos anclados”.
Y justamente más adelante, en otro muelle, empujado por dos remolcadores un barco enorme comenzaba a moverse. Me miraste como diciéndome aquí está la verdad, es así, todo es ese pañuelo agitado y esas manos levantadas. Nos quedamos hasta que el barco encaró las aguas profundas y comenzó a achicarse. Después seguimos caminando.
Caminábamos y a veces hablabas (¿a quién?, ¿al río?, ¿a la desesperanza?), y yo no era sino un hueco propicio para tus palabras, que resonaban en mi historia. Ese intenso juego de no oírte bien pero sentir, hacer sentimiento el significado de las palabras sueltas. Como cuando alzaste los ojos a la bandada de cuervos, altísima en la tarde de marzo, y dijiste algo, “aves migratorias”, o una frase que terminaba en “migrantes” o “migrar”, con la mano señalando indefinidamente; y después, eso lo escuché bien: “¿Y si nos fuéramos para siempre al sur?”; pero yo sólo estaba sintiendo, y lo único que hice fue sentir los cuervos, sentir intensamente el migrar, viajar, dejar todo, sentir el sur. Me quedé callado y fue entonces, cuando los cuervos se borraron del cielo, que levantaste el palito de tipa.
Después de caminar en silencio algunas cuadras (yo iba mirando el suelo, las infinitas ojivas del empedrado que llevaban melancolía a mi alma, la humedad de los adoquines que quitaba el brillo a tus zapatos y lo ponía en tus ojos a medida que tus pasos iguales, cortos, lentos, ahondaban el abandono del paisaje, del aire, de la hora, al conjuro del recuerdo de quién sabe qué injustos hechos que tanta soledad y tanta tristeza cargaba sobre tus gestos) me agaché fingiendo arreglarme el cordón de los zapatos para que siguieras unos pasos adelante y poder así contemplarte. Estabas tan hermosa con tu vestido simple, criatura de la derrota, mujer de atardecer, la cabeza recortada en el cielo declinante y sumiso al color del otoño que llegaba con su cohorte de musgo y despedida.
Me habías pedido que te ayudara a olvidar. Tu voz era tan triste, tu figura era tan triste. Yo también sentía mi tristeza, mis años, mis otoños en la piel. El aire traía todo eso a mi piel y con todo eso en la piel yo rozaba la piel de tu brazo.
Me hacías notar cómo unos hilitos magros de hierba lograban crecer entre los adoquines, oprimidos, oprimidos. Y esta palabra se quedó entre tus dientes, jugando, oprimidos, y llegó hasta mí, y fue entonces cuando te tomé la mano y vos seguiste caminando apenas con un estremecimiento que bien pudo ser mi imaginación, oprimida, oprimidos los dos por el otoño, por el día, por la vida, y entonces alzaste tu mano que estaba en mi mano, lentamente, miraste las dos manos apretadas y tus ojos atravesaron los míos y había tanta tristeza en tus ojos que quise besarte y te besé. Ya entonces se veía la zona de Retiro, en el horizonte el barco era un juguete decreciente en el crepúsculo, yo había rodeado tu cintura y tú habías dejado de llorar. “Las palomas”, me dijiste; “todas las palomas están grises”.
Fue en ese momento cuando sentí el deseo de decirte que estaba empezando a quererte, que la añorada ternura que más fue espera que realidad en mi vida empezaba otra vez a habitarme la sangre, pero ya para entonces las sombras se habían alargado y no tuve sino silencio para las pequeñas nubes rojas que anunciaban la inminente agonía del cielo. O tal vez no te dije nada porque en los lugares donde había dado el sol el empedrado exhalaba todavía un vaho tibio que se mezclaba con el aire fresco del río y nos hacía sentir el otoño, su lúgubre eficacia, su vocación de carcoma. O tal vez me quedé callado porque sabía del riesgo de confundir con el amor cualquier intento de sustraernos a la insoportable soledad que en vano con la acción cotidiana queremos disipar.
El gran hall de la estación nos asestó la realidad con su neón y su ruido y sus horarios. Nos miramos. “Tengo que irme”, y te besé los ojos porque habían vuelto a brillar. Y otra vez “los domingos de marzo”, “los domingos del primer mes del otoño”, pero ya el tren estaba en movimiento y no pude escuchar. Aquella frase oscura que dijiste cuando levantaste el guijarro. “Es el primer domingo del primer mes del otoño”, o algo así. Y yo iba a preguntarte pero ya no te pude preguntar porque te pusiste a jugar con el palito y yo descubrí tus dedos. Habías levantado un palito de tipa y lo hacías pasar de uno a otro dedo y yo necesité tus dedos para mis labios, así de golpe, y por eso no te pregunté. Pero recordé después lo de las tardes de domingo de cada mes del otoño y entonces al domingo siguiente, antes de ir al diario pasé por Paseo Colón y Belgrano. Era la misma hora, el mismo otoño, la misma esquina. Y allí estabas.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Vine.
—¿Sabías que yo vendría?
—Creo que sí. Pero el primer lugar donde se asienta el otoño cuando viene del tiempo es en el ladrido lejano de los perros y en el sonido del tren.
En el tren, aquella primera tarde en que fuimos caminando hasta Retiro por el puerto, te despedí (de repente hacía mil años que estaba contigo y había llegado la hora de partir), y aunque encontré alegría en casa sentí como si el otoño y mi mujer y mis hijos me hubieran arrebatado la juventud, tal vez porque estoy entrando en la edad en que esa intuición de algo misterioso y dulce por venir que uno alentó durante tantos años se transforma de pronto en una suave nostalgia de algo irremediablemente pasado y perdido, cuando se empieza a tener conciencia de los días barridos por el tiempo que fueron llevándose esa otra vida que debió haber sido.
Era la misma hora, la misma esquina, y allí estabas.
Y ahora estoy otra vez aquí. Esta tarde quisiera decirte que he atravesado el año como un túnel. El trabajo, Villa Gesell, el trabajo, la casa, la familia, el cine y la televisión, algunos libros, ciertos amigos, los exámenes de los chicos. Un túnel, un largo y monótono túnel hasta hoy.
Ella estaba ahí y caminamos por San Telmo. Ibamos los dos mirando el suelo, y cuando el pájaro cantó levantamos la vista a la reja de hierro forjado: un despojo solitario y lastimero saltando en la jaula a través del rococó. Entonces me miraste y te miré, y después seguimos caminando los dos mirando el suelo.
Cuando llegamos a la feria de los artesanos quién sabe por qué estúpida necesidad ancestral de ostentación te dije que eligieras cualquier cosa de cualquier mesa que yo te la regalaba, pero vos ya tenías en la mano el prendedor (este prendedor que oprimo ahora, esperándote), que pocos centavos valía, una figura de avión recortada de una lámina de cobre porque era “la única cosa con alas que allí había” y me dijiste que a partir de ese momento era un talismán que íbamos a poseer por turno después de cada encuentro. “Al empezar me toca a mí. Lo voy a usar hasta que volvamos a vernos”. “¿Cuándo?” “Dejemos que lo arregle el otoño”. Yo te contesté que no quería saber nada con los estertores, el amarillo y la tristeza. “No. El otoño es el duende del recuerdo”. “Los recuerdos también pesan; lo dijiste”. “Los recuerdos son como la piel, que aunque a veces duele no se puede quitar”. Y cuando iba a pagar el prendedor, el artesano, que había escuchado nuestra conversación, nos dijo sonriendo detrás de su barba de profeta o titiritero que era “un regalo de la casa o del otoño”, y entonces lo besaste y seguimos caminando.
Sentados en la plaza, te rodeó de pronto una increíble cantidad de gorriones voraces porque esparcías migas que ibas sacando de la cartera y por un momento el pasado tuvo la forma de tus aros y el presente era eso, una mujer dando de comer a los pájaros, pero hubo un ruido y los gorriones se espantaron y yo estaba triste y no podía encontrarte en el porvenir.
—¿Sabés cómo estoy? Mirar en medio del campo al atardecer un camino marginado de árboles, un camino en perspectiva que se pierde en el horizonte y es marzo o abril y uno se queda mirando hasta que no puede más y con todo eso en el corazón uno se va y sigue viviendo. Así estoy.
—En esos días ya fríos del otoño cuando el viento arrastra las hojas en la calle contra el cordón de la vereda yo quisiera hacerme chiquita para irme con ellas a ser tierra.
Volvimos a caminar y sentí como si un gran violoncello se hubiera apoderado de mi alma. Te lo dije. “Sí”, me contestaste; “una sonata lánguida y definitiva”.
Yo había puesto mi mano sobre tu cadera, y cuando el sexo nos llamó y subimos las escaleras (porque las escaleras estaban allí y el sexo nos llamaba) conté cada uno de los trece peldaños porque sabía que ya estaba cerca el final y la despedida abriendo la herida para que penetrara la ausencia, el recuerdo, la nostalgia de ella, de lo que no pudo ser, de lo que fui matando como maté tantas cosas en tantos otoños, en tantos días en que sólo pude sobrevivir a la tristeza. Y ella gozó conmigo y yo gocé y después volvimos a gozar juntos mientras la tarde firmemente se decidía por la lluvia. Fue entonces que me hablaste de él. “No soñar, no soñar”. “¿Por qué? Tal vez el sueño no es sino una entidad independiente que nos posee y nos da vida. No debiéramos renegar de los sueños tan sólo porque no se hayan hecho realidad”. Después, mientras bajábamos por las escaleras, otra vez me pediste que te ayudara a olvidar. Yo no sé si habrás conseguido olvidar, pero en cambio sé que estarás viva en cada uno de los otoños que me falta atravesar antes del final.
Cuando volví esa noche después de haber vagado mucho sintiendo aquietarse el suburbio había corte de corriente y en un platillo sobre la mesa del comedor la llama de una vela se extinguía. Recuerdo que yo no quería que se apagara esa llama. En casa todos dormían y yo no quería, no quería, no quería que se apagara esa llama.
El tercer domingo nos encontramos y cuando comenzamos a caminar los dos sabíamos que nuestro destino de esa tarde eran las escaleras, las escaleras no como posibilidad sino como fatalidad.
Nos amamos con placer pero también con tristeza. Lo de mi tesis. Te había dicho sonriendo aquella primera tarde en que fuimos caminando hasta Retiro por el puerto que yo tenía mi tesis. Mi tesis sobre la tristeza, sobre que nada es posible dentro del cubil de la tristeza, que la tristeza es como un virus que le infecta a uno la voluntad, que no es posible hacer nada, vivir, cuando uno está triste, o en todo caso lo que uno hace se desvaloriza, se degrada, se corrompe en la tristeza. Y tú me contestaste también sonriendo que a tu vez tenías tu tesis: que uno puede llegar a cargar con la tristeza, que la tristeza no tiene peso, que lo que realmente agobia es el recuerdo. Yo te quise contestar que los recuerdos agobian pero pueden sostener, que puede haber sucesos en el pasado que den sentido al presente y muevan a un intento de reconciliación con la esperanza, pero no estuve seguro y me quedé en silencio. Estábamos en las dársenas y me habías hablado de la mentira del tiempo. Te dije que las camelias florecen en julio y no son una mentira, pero cuando me contestaste que las camelias no son prueba de belleza o de alegría sino de piedad, que son apenas el ademán piadoso de un dios generalmente indiferente y no siempre justo yo pensé que estabas perdida, perdida como yo, como las hojas en marzo. Pero quizá fue después que pensé que estabas perdida; un rato después, cuando en aquella primera despedida en Retiro levantaste la ventanilla y yo quise ser amable contigo y te dije algo sobre el tren, del dulce peso que se llevaba el tren, que el tren esa tarde se llevaba un dulce peso, y tú que me mirabas sin verme dijiste aquella frase mientras yo parado en el andén quería detener el tiempo; una frase que tampoco pude oír muy bien pero que resonando en la memoria y con la proyección del tiempo es algo así como “los trenes siempre se van”. O quizá fue antes que supe que estabas perdida, cuando salíamos del puerto y te mostré el álamo. Cuando te dije que no todo era tristeza porque el viento suave de la tarde y el último sol le habían puesto al temblor del álamo un vestido de lentejuelas, que es un vestido de fiesta, y tú me respondiste que no, que el movimiento de las hojas en la brisa de marzo no es temblor sino estertor.
Y volví a ver el álamo ya desnudo, porque después que te dejé dormida en el hotel hice otra vez la caminata desde Paseo Colón y Belgrano hasta Retiro por el puerto, mirando, en el descanso del domingo, las grúas que asomaban por sobre los techos de los galpones como testigos inanimados de un mundo yermo, desolado, muerto, mirando las aguas sucias y cadenciosas a las que no me arrojaré, mirando y rescatando nuestro primer encuentro. Y tal vez lloré como sigo ahora llorando aquella tarde en que el puerto manejaba tus cabellos con pañuelos agitados y cuervos altos y horizonte, aquella tarde de tus lágrimas por lo pasado y por todo esto que después vendría, tarde de otoño y de inocencia, aquella inocencia que nos sobrevivirá.
No me animé a despertarte, a despedirme. Tomé de tu cartera el prendedor de cobre. “La señora se va a ir más tarde”, les dije; bajé una vez más las escaleras: había una despedida innumerablemente pisoteada en cada uno de los trece escalones. O tal vez sentí como si un acto intemporal de despedida nos hubiera tomado como protagonistas. Y me fui para siempre, es decir hasta hoy, en que he vuelto a Paseo Colón y Belgrano.
Yo sé que voy a seguir viviendo siempre igual, porque este otoño que llevo conmigo nació conmigo y allí seguirá. Pero estoy otra vez aquí antes de ir al diario (la decisión de no olvidarte nunca, el empecinamiento de quererte, la ceremonia de volver), en Paseo Colón y Belgrano a la vuelta de un año, porque es el atardecer, porque es el primer domingo de marzo y porque quisiera verte una vez más.
Una vez más tan sólo, antes de la decadencia y de la muerte y el olvido.

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