martes, 25 de agosto de 2015

Fernando Sorrentino y Cristian Mitelman

Pintura de Joan Miro 
Razones Estrictamente Literarias

Christian X. Ferdinandus*
Nota del Editor

Fernando Sorrentino es un autor muy estimado que ha colaborado en otras ocasiones con nuestra revista. Esta vez nos acerca un cuento inédito, escrito en conjunto con Cristian Mitelman.

* Seudónimo conjunto de los escritores argentinos Fernando Sorrentino y Cristian Mitelman.

Gramma, XXV, 53 (2014), pp. 118-132.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN 1850-0153.




1

Desde que aprendí a leer me convertí en un entusiasta de las llamadas bellas letras. Antes de concluir mis estudios secundarios había recorrido, para mi corta edad, una cantidad no desdeñable de libros.

Tenía, sí, la conciencia de carecer de una mínima base teórica, por lo que, en la elección de las lecturas, me dejaba guiar por el mero gusto personal.

Debido a esta convicción, y sobre todo por la esperanza de convertirme en escritor de ficciones, decidí estudiar Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras. No había transcurrido un trimestre cuando comprobé que tal carrera no forma escritores, sino lectores (y, las más de las veces, lectores desdeñosos, poco lúcidos, enloquecidos por laretórica, por el esnobismo o por el análisis de los procedimientos de cualquier extravagante aventurero de las letras).
Sin embargo, y a pesar de estas tempranas revelaciones, no desistí: en poco más de cinco años obtuve mi Licenciatura.

Por fortuna me había granjeado la amistad, o por lo menos el trato cordial, del doctor Manuel Ramírez Ansaldi, un hombre al que no dudo en calificar de genial. En él convivían varias formas de ser que, si a simple vista resultaban frondosas o dispersas, en su persona se intersectaban en un certero proceso de síntesis.

Conocía lenguas antiguas a la perfección, y, en consecuencia, podía traducir del griego, del hebreo o del latín con soltura, exactitud y envidiable fluidez poética. De hecho, en la Facultad desempeñaba, por ser una eminencia del campo de la antigüedad clásica, una suerte de cargo honorífico y funcionaba como supervisor o tribunal de última instancia para las cátedras de griego y de latín. Esta labor se llevaba a cabo solo durante el último cuatrimestre, pues era fama que, a partir de enero, empleaba su tiempo en viajes por Europa (especialmente por los países de la cuenca del Mediterráneo).

Pero su universo literario se abría, como dije, a muy distintos campos, y con similar eficacia en todos. Lograba, por ejemplo, explicar los más intrincados pasajes gongorinos con una sencillez que convertía un texto de apariencia laberíntica en expresión cristalina. Su versación filológica no se limitaba al mundo grecolatino ni a los españoles siglos de oro; despreciando las opiniones de quienes, en el Martín Fierro, ven sobre todo un alegato sociopolítico, lo consideraba la mejor novela argentina del siglo xix, y había hallado en él curiosas reminiscencias clásicas. Gracias a su pericia y simpatía, textos arduos llegaban al alumnado con amable claridad, de manera que personas sin mayores dotes, o inclusive muy legas en cuestiones de letras, podían acceder a mundos que parecían exclusivos de los especialistas. Era, en suma, un humanista y, ¿por qué no decirlo?, lo más parecido a un sabio.

Sin vanidad alguna, puedo ufanarme de que yo, por mis propios medios y sin haber sufrido ninguna influencia de Ramírez Ansaldi, había llegado, con respecto a la obra maestra de Hernández, a conclusiones muy parecidas a las suyas, y, en consecuencia, no eran infrecuentes nuestros diálogos informales en torno de diversos aspectos del poema.

En cierta ocasión Ramírez me dijo que el gaucho de Hernández, al irse urbanizando a fines del siglo xix y principios del xx, concluyó su metamorfosis en el compadrito porteño que tanto interesó a la pluma de Borges.

Es verdad —asentí, procurando demostrar que también yo poseía información sobre el tema—. Creo que esa misma es la opinión de José Gobello. Y, según recuerdo, Borges escribió que, siendo niño, le pareció que el lenguaje del Martín Fierro era más de com­padre criollo que de paisano; su modelo de habla gauchesca era el Fausto de del Campo.

El paso del gaucho al compadrito habrá sido casi imperceptible. Usted se acordará de que, en La morocha, que es del año 1905 (y que, la verdad sea dicha, es de poética muy cursi), Ángel Villoldo escribe «Soy la gentil compañera / del noble gaucho porteño». La síntesis perfecta: gaucho más porteño.

Tal cual. Y hasta muy entrado el siglo xx se siguieron produciendo algunos tangos de temas no ciudadanos sino gauchescos.

Pero, como ocurre con todas las cosas, también se modificaron la actitud, los én­fasis, la manera de cantar, el fraseo… Por ejemplo, tenemos el tango Contramarca. Data de 1930 y es obra de dos «gauchescos gringos» —aquí sonrió levemente—: música de Rafael Rossi y letra de Francisco Brancatti. Gardel lo grabó en 1930, Julio Sosa supongo que alrededor de 1960 y Roberto Goyeneche un poco más tarde, creo que por 1966 o 67.

«Dios mío», pensé, «¿qué clase de hombre es este, que puede leer de corrido a Só­focles en griego y a Virgilio en latín, y ahora resulta también un erudito en tangos…?».




—Julio Sosa —continuó— no es santo de mi devoción, pero, en cambio, recuerdo muy bien cómo cantaron Contramarca Gardel y Goyeneche.

Y a continuación me dejó perplejo cuando, para explicarme las diferencias de fraseo entre ambos cantores, cantó, por supuesto a cappella, el tango Contramarca, primero con la voz de Carlos Gardel y en seguida con la de Roberto Goyeneche. Cerré los ojos y, en efecto, eran la voz y el estilo de Gardel y eran la voz y el estilo de Goyeneche: Ramírez era Gardel y era Goyeneche.

Se rió de mi asombro, y no le dio mayor importancia a su habilidad:

Desde chico me he divertido componiendo imitaciones. En el colegio me hacían parodiar a los profesores. Me gusta el teatro y, en fin, todos poseemos nuestra cuota de necesario histrionismo. Tengo unos cuantos personajes…

Y, en efecto, a lo largo del tiempo verifiqué que el doctor Manuel Ramírez Ansaldi podía reproducir irreprochablemente las voces, la manera de modular, las pausas, los tics verbales de, por ejemplo, Luis Sandrini, Carlos Menem, Raúl Alfonsín, José Marrone…

Dos veces me atreví a mostrarle mis intentos de incursionar, como creador, en la lite­ratura narrativa. Con justicia, pero también sin dramatismo, su parecer fue negativo: yo tenía buena prosa, sintaxis correcta y hasta cierta expresividad loable, pero a mis escritos les faltaban ciertos condimentos: cambio de ritmo, «explosión» y, sobre todo, las «vi­vencias» que solo otorgan los pormenores: sin el aporte de detalles funcionales, un relato se vuelve evanescente, inverosímil y muere mientras el lector lo va leyendo. Lo entendí muy bien: no insistí, en cuanto narrador, una tercera vez, y me resigné, en mi presente y futura relación con la literatura, a desempeñar el papel de profesor, crítico o filólogo.

Ramírez Ansaldi gozaba también de su costado mundano.

No despreciaba la parte «popular» de la existencia, y se hallaba, por ejemplo, muy informado de las peripecias del campeonato argentino de fútbol. Nunca quiso revelarnos cuál era el club de sus amores, aunque yo tengo mi teoría en tal sentido. Su bienestar eco­nómico parecía superar el nivel medio de sus colegas de la universidad: vivía solo —alguna vez lo visité— en un amplio piso de la calle Maure, unas cuadras antes de descender a la abadía de San Benito, y manejaba un automóvil BMW de modelo relativamente reciente.

Alto y delgado, se movía y caminaba con elegancia juvenil, a pesar de que estaría acer­cándose a las seis décadas de su edad. El paso del tiempo ni siquiera insinuó un amague de calvicie; peinado sin mayor rigidez su abundante cabello castaño claro, las canas de las sienes no le agregaban años sino que le otorgaban un atractivo adicional. Un rostro armónico, ojos celestes, dientes blancos y de sonrisa fácil…

Soy varón y no me intereso en la belleza masculina, pero sin duda el doctor Manuel Ramírez Ansaldi era un hombre muy buen mozo. En la Facultad se conocían algunas historias, y no solo con profesoras: también más de cuatro chicas estudiantes habían sucumbido a los encantos del afortunado docente. Era, en suma, lo que los adolescentes
llaman un winner.

Innecesario consignar que yo lo admiraba y, dentro de lo posible, me habría agradado parecerme al doctor Manuel Ramírez Ansaldi, y ser, al igual que él, un winner.

2

Una tarde de diciembre (la Facultad estaba casi desierta) lo encontré en el pasillo del segundo piso con su cartapacio de cuero negro.

Joven Loiácono —me saludó, con esa conjunción, un poco molesta para mí, de llamarme joven y tratarme de usted, como para mantener cierta distancia—, tengo en­tendido que ahora somos colegas.

Esas palabras, por excesivas (me sentía bastante por debajo de su nivel intelectual), me avergonzaron un poco pero, simultáneamente, confirieron osadía a mis veinticuatro años: aproveché la oportunidad para exponerle mi propósito de ganar una beca en el doctorado.

Eso es excelente; lo invito a que tomemos algo para hablar con más tranquilidad. Si tiene tiempo, claro.

La situación me pareció extrañamente inversa: era el maestro quien invitaba, mostrando interés por el proyecto de un discípulo.

Evitamos el ruidoso bar que está en la esquina de Pedro Goyena y Puán, y nos alejamos unas pocas cuadras hasta encontrar un café más tranquilo. La penumbra de su interior contrastaba con la claridad hiriente de fin de año.

Manuel Ramírez Ansaldi pidió un whisky con hielo y lo saboreó con los ojos cerrados;

yo, que rara vez pruebo el alcohol, una gaseosa.

¿Ya tiene pensado algo? Usted sabe que el primer escollo es el tema —dijo.

Pensaba trabajar en la obra de un escritor al que la denominada «academia» no tiene en su haber: Mario Spinelli.

¿Spinelli? —preguntó o exclamó a la vez, por lo que temí alguna clase de desprecio por su parte.

No recuerdo qué logré balbucear. Sé que no me atreví a exteriorizar mi opinión: para mí, Mario Spinelli era tal vez, e incluso sin tal vez, el mejor narrador policial de lengua española. Los cuatro libros de cuentos y las catorce novelas fueron mis lecturas preferidas en la adolescencia y —de algún modo— determinaron mi destino.

Abrigo mis dudas —dijo—. Spinelli es ingenioso, sabe urdir tramas precisas y atrayentes, pero…

Meneó un poco la cabeza, como buscando el término exacto:

Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un autor comercial, un mero fabricante de best-sellers, el ejecutor de un género menor.

Me sorprendió, en un hombre tan docto como Manuel Ramírez Ansaldi, ese prejuicio. Con cierta impensada agresividad repliqué:

Con todo respeto, doctor, no estoy de acuerdo con usted. No existen, me parece, géneros mayores y géneros menores; solo existen obras literarias excelentes, muy buenas,

buenas, mediocres, malas y pésimas.

Manuel Ramírez Ansaldi esbozó una sonrisa ligeramente sobradora. Sin embargo, no me sentí ofendido y la vi con simpatía.

Sabía —dijo— que usted iba a contestarme exactamente lo que me contestó: coincide con su personalidad un poco apasionada. Se lo dije a modo de provocación. En realidad, tiene razón, y yo estoy de acuerdo con usted.

Envalentonado, quise añadir un ejemplo contundente:

Juzguemos resultados y no intenciones: yo creo que el sainete El conventillo de la Paloma, de Alberto Vacarezza, es muy superior a la tragedia Dido, de Juan Cruz Varela. Y, según dicen los que creen que saben, el sainete es un género menor, y la tragedia, un un género mayor…

Sí, pero ¿usted leyó Dido?

Tuve que admitir que no había leído esa tragedia.

Lo felicito —dijo—. Su intuición fue certera. Yo sí leí Dido, y no me pareció una obra meritoria.

Sentí que, a pesar de estos vericuetos irónicos de Ramírez Ansaldi, había ganado el primer tanto. Comprendí también que el doctor, un poco desganado, estaba de vuelta de tantas cosas, de tanta polémica inaprehensible, de tanta discusión hueca…

Entiendo —añadió— que los burócratas de la Facultad consideran los libros de Spinelli como simples pasatiempos, laberintos o adivinanzas de trescientas páginas. ¿Qué más da? Pero sus argumentos son bastante rigurosos; no abusa de la psicología y hace que lo aparentemente fantástico tenga, al final, una explicación racional. Sin embargo, se permite a menudo algunos facilismos y ciertas demagogias que no me gustan… Claro, en este caso lo que menos importa es mi opinión… En cuanto propuesta, me parece excelente, pero usted sabe cómo es esto: deberá presentar el proyecto y ser aprobado por el comité evaluador. No le prometo nada, pero créame que estaré de su lado. Usted es ambicioso y, en estos casos, la ambición es un buen motor.

Por la manera en que articuló el adjetivo ambicioso, me pareció que, dentro de su cerebro, lo acompañaba el adverbio demasiado.

El resto de la conversación representó para mí una suma de estímulos. Aunque con cierta displicencia, Ramírez Ansaldi mostró que recordaba bastante bien algunos argumentos y ciertos recursos narrativos que el novelista solía repetir. Con su prodigiosa memoria, aunque con un halo de desdén, citaba detalles y personajes secundarios que yo mismo, que había leído tantas veces las obras, había olvidado.

«Claro», me dije, «hay algo indiscutible: yo soy el inexperto Federico Loiácono, el entusiasta que hace y hará lo que pueda, y él es el maravilloso doctor Manuel Ramírez Ansaldi, el que abarca, procesa y elabora cualquier información externa, convirtiendo en funcional lo que merece serlo y desechando lo que entorpece o molesta».

No exagero si afirmo que me despedí de él en un estado de emoción quizá difícil de explicar, pero auténtico. La avenida Pedro Goyena es de muy agradable aspecto, y esa tarde de diciembre me pareció doblemente embellecida.


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