miércoles, 26 de agosto de 2015

Cristina Osimani

                                                                             Pintura Claudia Piquet


Vientre Moreno


           María Parda tenía en la mirada un brillo vivaz y cristalino, casi inconcebible en alguien que quizá, jamás conociera la libertad. Sí, ella era esclava. Negra de nalgas duras y piel de ébano.
Desde siempre fue condenada a oprimir sueños y quimeras como tantas otras en la época de la Colonia. Buenos Aires en esos años aprisionaba voces morenas acalladas, candombes dolientes que en noches serenas parecían presagios perdiéndose como una letanía plena de oraciones. No había conocido a su padre, vino en el vientre de otra negra que cruzara el mar en un barco lleno de esclavos desde Cabo Verde. Fermina su madre, resignada, silenciosa y tosca, jamás le habló de él.
 Fue generoso el amo con ellas. Fermina en la cocina, mientras María Parda crecía viendo a esas amitas de vestidos vaporosos y caprichos insoportables. Nunca le dirigieron la palabra, como si esa niña de color no perteneciera al paisaje de la finca. Acercarse a ellas le estaba vedado, ni que tuviera lepra, maldición, refunfuñaba por lo bajo. Fermina se lo había prohibido…y cuando Fémina prohibía algo, pues había que bajar la cabeza.

 Se rumoreaba por esos tiempos patriadas y pactos secretos. Corría el año 1812 y un segundo triunvirato se hacía cargo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sin embargo a María Parda no le preocupaba demasiado esas insipientes escaramuzas de libertad, derechos que de algún modo a ella no la alcanzarían. El amo Martín andaba en disidencias políticas y hasta un negro de la finca lo tenía entre ceja y ceja. Fermina lo comentaba por las noches y con el dedo índice en alto- advertía- no me traiga problemas mijita, que el amo Martín no tiene paciencia ni miramientos.
  Palabras... tantas palabras pensaba la niña. Sólo le importaba el espejito que un día encontró tirado junto a la caballeriza. Lo guardó celosamente, ni su madre supo de él. Se lo hubiera quitado de todos modos- murmurando- bah…bah, esas son tonterías. Ella lo conservó como una reliquia. Sus 16 años se agigantaban desde la imagen que le devolvía su preciada posesión. Supo que era bella. Tan bella, como que el Juan Esteban, el hijo de José el cochero la perseguía sin darle tregua.
  Fue en un atardecer que los amos y las niñas se fueron a la estancia, Fermina tenía un resfriado y se acostó arropándose hasta las orejas. Ella, apenas mujercita y eternamente esclava, no supo bien que pasó en su cabeza. Sintió que los deseos le nacían desde el corazón, pero también de entre las piernas. Y eso sí que no podía esperar.

Cruzó el patio hasta la caballeriza, buscó al Juan Esteban y ya no hubo remedio. El negro se metió en su cuerpo como un candil encendido, un torbellino de pasión y audacia les arrebató la razón.
 El crepúsculo jaspeó las primeras sombras de la noche y fue cómplice; regodeándose con el placer de dos amantes temerarios. En tanto, la quietud de un Buenos Aires bizarro y silencioso envolvió los gemidos del amor por la calle larga.
 Esa línea de casas frente al río de La Plata, parecían como suspendidas en una planicie inclinada que luego ascendía hacia el norte hasta llegar a los corrales, revelando así un paisaje sugerente y dilatado. Ni un auténtico oleo podría remontar la perpetuidad de esos tiempos. Los amores ocultos se robustecen a través de los desafíos constantes.
 Y así fue, que entre el olor a alfalfa fresca y estiércol la pasión de dos esclavos llegó hasta los límites de la osadía. Más allá de todos los asechos un vientre moreno crecerá, quizá eso sean los primeros rasgos de libertad. Buenos Aires, ya está preparada y se avizoran  lentamente esos signos.
 El 8 de marzo de 1813, la Asamblea se declara soberana. El Himno Nacional deja volar al viento los versos, de  un tal Vicente López y Planes con música de Blas Parera. Fermina escucha hablar a sus amos  pero se hace la desentendida, ya que los Álzaga parecen no cuajar en todos estos cambios.

Asuntos sobre el acuño de monedas de plata y oro y otras novedades. Pero lo que más la sorprende, es la declaración de la libertad de vientres…¡vaya a saber que significaría eso!.
 Lo que le dolió mucho, fue que el amo, le diera tantos latigazos al Juan Esteban que le cuarteó la piel al pobrecito hasta hacerlo sangrar. Ella le curó las heridas, si hasta fiebre tuvo el pobre. No conforme con eso lo vendió a la familia Bazán de Tucumán… ¿Sería lejos Tucumán?  Claro, la negra no comprendió el enojo de su amo cuando le advirtió que cuidara más a su hija. Don Martín, había sorprendido a los jóvenes una tarde en la caballeriza haciendo el amor. El silencio de José, el cochero, y las lágrimas en sus ojos lo dijeron todo. Cayó en un desaliento tan grande que parecía una más de las bestias que cuidaba en la caballeriza.
 Ella iría a orar a la Capillita de Santa Lucía, luego se dijo ¡qué cabeza la mía! Ni por la puerta podemos pasar los negros. Mejor buscaría entre sus fetiches el alivio para su corazón.
 - Madre no se enoje conmigo... piense que lo quiero al Juan Esteban y no voy a cambiar-.
-¿Se olvida  Ud. acaso del hombre que preñó su vientre?-
-Sé que no quiere hablar de mi padre-
-Yo sí, le hablaré a mi hijo del suyo-


-Y ahora que la Asamblea declaró la libertad de vientres, este niño será libre aunque yo, aún sea esclava. Fermina no contestó y salió secándose las lágrimas en el delantal.

 Los brazos de María Parda, apretaron el llanto del recién nacido contra su pecho. Sintió la presencia del Juan Esteban el olor de su cuerpo, la pasión de sus besos ¿qué habría sido de él? Los ojitos de su hijo la consolaron, mañana o en unos días podría bautizarlo en la capillita. Quien le iba a prohibir entrar con el niño. Nadie, él era libre como su vientre moreno.
Y así con el impulso de su atrevida juventud y la frente desafiante traspuso las puertas de la capilla de la calle larga. Decidida se plantó ante el cura. -Vengo a bautizar y anotar a mi hijo -dijo- ¡Su nombre es Juan Argentino! La voz se expandió en el recinto sacro como un mandato.
 Arrodilladas, varias matronas oraban. Todas elevaron la mirada ante el reclamo inaudito, luego resignadas volvieron a sus rogativas. Otras, ofuscadas se alejaron del lugar con la hipocresía a cuestas. El agua dudosamente bendita, cayó como una cascada sobre la frente morena del primer niño libre.
 El rostro de ébano de María Parda destellaba girones de libertad. Algún día, los dos, ella y su hijo irían en busca del Juan Esteban.

Al fin, él, oprimiría entre los brazos el fruto de sus amores. Ella sabía que se haría justicia.
Pero Tucumán… ¿quedaría muy lejos?
                                                          


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