martes, 25 de agosto de 2015

Antonio Medina Guevara


Cartas que nunca escribí.
(En esta carta no incluyo foto alguna, que tú, siempre estas retratado en mi memoria)
( De lo que me quedó pendiente decirte hace ya tantos años … )

Te escribo esta carta que supongo tendría que ser la primera que debí de escribir, pero es que, al pensar en ti, todas las palabras se me ahogaban en el pecho y pensaba que sólo quedarían borrones sobre el papel. Por eso he tardado tanto tiempo en enviarte estas letras, porque han tenido que pasar muchos años para que se diluyera un poco mi emoción.

Aquel día vi la muerte.
Nos habíamos olvidado de que siempre está por ahí, merodeando por nuestras vidas, constantemente. Igual que un grajo vuela en círculo sobre un animal herido esperando a que todo acabe para bajar a tierra y quedarse con su presa.
Como una carroñera...

Cuando nos dieron la noticia el mundo se puso boca abajo… Al principio no quise asumirlo, tú eras joven y fuerte, tu cuerpo no sabía lo que era la grasa, pero al final tuvimos que rendirnos a la evidencia… La incertidumbre es peor a veces que la propia enfermedad.
A los pocos días estábamos todos a las puertas de un quirófano, rezando cada uno a su manera. Ante una catedral con las puertas cerradas y asépticas, para que las manos milagrosas del anónimo doctor hicieran bien su trabajo. Hablando entre nosotros de que los tiempos habían cambiado; que ya se curaban algunos canceres, que eras joven y nunca tuviste enfermedad alguna y menos, grave… Agarrándonos al cielo que estaba como un hierro al rojo.
Pasadas más de tres horas, eternas, se abrió al fin la puerta y apareciste como un milagro…
Los tubos y los sueros nos saludaron con macabra sonrisa. Seguimos todos a la camilla igual que lazarillos en procesión hasta tu habitación. Entró un rato mi madre y salió al poco; cuando la obligaron a salir.
—Está bien. Dicen que todo salió bien.
Le dimos todos las gracias al cielo y a aquellas manos que habían removido tus entrañas, igual que se le deben dar al tiempo al salir a la calle en un día claro y transparente de primavera… Sin saber que poco después, los nubarrones lo volverán todo negro.
A las pocas horas ya estabas hablando con todos nosotros como si tu viaje hubiese sido una excursión hasta el quirófano, explicándonos todo lo visto, sentido e imaginado.
Todo se transformó en alegría a tu lado.
—¿Cómo estáis…? —fueron tus primeras palabras, como si tu paso por el otro lado de la vida no hubiese sido más que un viaje al otro lado de la calle.
—¿Y tú…? —respondió preguntando alguien.
—¡Ni me he enterado…! —decías, o más bien balbuceabas. Tus labios estaban aún resecos y no podían expresar bien tus esperanzas.
—¡Todo ha ido bien…!. ¡Todo ha ido bien! —Repetía y repetía mi madre, como intentando convencernos a todos y a la vez convencerse ella misma, de que todo lo malo había pasado.
A los pocos días ya correteabas por los pasillos del hospital con color de salud en tus mejillas y buen humor, saludando a todas las enfermeras como si las conocieras desde siempre.

Al poco todo cambió...
Tu boca dejó de ser fuente y se convirtió en pozo; nunca te habíamos visto comer tanto. La alegría y la esperanza andaban de nuevo a tu lado, empujando tus pasos a la vez que tú empujabas los nuestros… Después supimos, que al igual que nosotros, tampoco querías rendirte a la evidencia. Las enfermeras te trataban con tanto mimo como si fueras de su propia familia. Eras el enfermo perfecto, el que no quisiera nadie que se dedique a sanar a otros, que sufriera enfermedad alguna.
Pero el tiempo no paraba. Siempre avanza aunque queramos retenerlo... Pasaban los días y aquello se eternizaba.
Los partes médicos pasaban de ilusionar a desilusionar. Los datos eran contradictorios: del “todo va bien”, al “ya veremos como irá”, aunque como es natural sólo queríamos escuchar lo primero. Al cabo de las semanas las promesas se acumularon tanto y de todos, que necesitaríamos varias vidas para poder cumplirlas… ¡Pero es que todas eran pocas por tu salud!
—Dice el doctor que todo va bien, que hay que tener paciencia, pero yo creía que a estas alturas ya estaría en casa. —nos dijiste una tarde en que tu rostro ya expresaba cansancio y apatía.
—Bueno. No tienes prisa… —te contesté.
—No. Pero empiezo a estar cansado…

Los días pasaban y llegaban las noches.
Largas…
Con todo lo malo que son las noches largas de un hospital. Eternas. Y menos mal que tu ánimo no decaía, que tú animabas a todo y a todos, porque si no, hubieran sido interminables. Mi madre pasó a ser un huésped eterno de aquél hospital que daba al mar, mientras que tu cara se curtió con el salitre y el sol como la de un marinero. Tus manos, ásperas de obrero, acabaron pareciéndose a las de un pianista.
Tu aspecto era inmejorable… Pero tu enfermedad trabajaba a escondidas, de manera traicionera. Sin descanso. Sabiendo que tenía ganada la partida.
Aquello se convirtió en cuartel general de toda la familia y también de tus amigos.
Volviste a representar mejoría.
Hasta llegó un momento en que pensábamos que habíamos ganado la batalla a tu enfermedad; que la habíamos vencido… Pero todo era un espejismo... No sólo no la habíamos vencido, sino que se había retirado como se retira una tropa para recuperar el aliento… Y volvió a la batalla otra vez con todas sus armas: calenturienta y maliciosa como una pesadilla…

Era ya verano.
Franco se había ido de viaje a su nueva casa: al infierno, y se respiraba una libertad futura. Las primeras elecciones de la democracia estaban a la vuelta de la esquina.
—¡Por fin acabó ese cabrón…! —te dijo un vecino de cama que parecía no llevarse muy bien con el dictador.
Tú encogiste tus hombros. Hablaban de aquél que te había amargado siete años de tu vida, y no sentías por él odio alguno.
¡Tu vida era mucho más importante…! En aquél momento parecía que llegaban buenos tiempos.
—Cuando todo esto acabe iremos a pasar unos días al pueblo. —te comentó mi madre.
Al escucharla, alegraste tu cara y nosotros también alegramos la nuestra.
—El mes que viene, en agosto. —siguió mi madre.
—Pues nos iremos en agosto de vacaciones… Después de tantos días de vacaciones obligadas, es bueno poder hacerlas de voluntad propia… —afirmaste convencido.
Esas fueron las últimas palabras que oí de tus labios.
Aquella noche te dormiste con sueños viajaros... Con sueños imposibles.

Nos llamaron del hospital y acudimos todos de inmediato, menos mi madre, que hacía guardia día y noche. Llegamos enseguida. Nos dijeron que todo se había complicado, que habían hecho todo lo posible… Pero que aquello se acababa.
Se desplomaron los techos blancos de aquel edificio. Cayeron como nubarrones negros sobre nuestras maltrechas esperanzas.
Allí estabas tú… Tendido sobre la blanca cama y acompañado de tubos y líquidos que ensuciaban tus venas; al verte, quedamos todos esperando que abrieras de nuevo tus ojos, pero casi no volviste abrirlos.
¡Quedarían cerrados para siempre!
Aquél mismo día, me habías ordenado que fuera al médico, decías que me veías más delgado de lo normal. Tú, que estabas perdiendo por momentos el pulso a la vida…, y te preocupabas por nosotros.
A los tres días tu cuerpo apenas se movía.
Los latidos se escapaban de tu pulso derrotados, tu aliento era un gemido lento y pausado… Lo mismo que tus labios, que se secaron y se cuartearon como la tierra en sequía y que sólo una gasa húmeda besaba de vez en cuando tu boca que necesitaba de un río.

Pasaron unos largos días y unas eternas noches…

Por el gran ventanal que daba al mar, vimos deslizarse la noche mientras el sol seguía en su interminable viaje hacia el oeste. El agua se tornó de color hierro oscuro, a la vez que no se resignaba a dejar de brillar. Todos los presentes quedamos con nuestros estómagos vacíos y el pecho aún lleno de alguna esperanza.
¡Qué ilusos…!
En un momento, pareciste abrir tus pequeños ojos claros que recordaban al azul del cielo que ya se había ido. Nos miraste sin fijar la mirada, como buscando algo que allí no estaba, se desprendió de tu lagrimal una gota que pensábamos era de llegada, pero que luego supe, que tal vez solo era de despedida…
Cerraste de nuevo tus ojos cansados, mientras hacíamos que tus labios sintieran el frescor de la gasa mojada y fresca…, y encajaron una sonrisa imaginaria que llenó toda la habitación.

Pasó muy lentamente la noche que ya era ya la tercera de tu agonía. El ventanal volvió a trasmitir todo el azul del cielo y del agua… Cuando el horizonte del mar empezó a emitir sus primeros y transparentes rayos de día de verano, tú cogiste la maleta de tu vida, ligera de todo, como había sido siempre… Y emprendiste tu último viaje.
Los murmullos se habían convertido en esperanzas casi muertas. La desesperanza y la muerte pienso que te agarraron cada una de una mano. Seguro que serían como dos macabras y bellas mujeres que iban tirando de tu cuerpo.
Tú no querías ir, pero ellas eran fuertes y al final cediste… Todos nosotros nos agarramos a tus manos, intentando retenerte, como si la vida se pudiera agarrar de una mano… Con esa estúpida mentalidad que tenemos cuando estamos desesperados.
Tus ojos ya no se abrían.
Tu muñeca aún trasmitía un hilo de vida. Era suave y cálida como el suspiro de un niño. Noté como tu pulso se transmitió al mío… ¡Cómo te alejabas lentamente...! Entonces noté como tu energía pasó a mi cuerpo traspasando toda tu vida a la mía…, y noté como te fuiste despacio…

Pienso ahora, que si hay algún Dios, estaría allí, sobre aquellas sabanas arrugadas que olían a una mezcla de oxígeno de vida y a calor de pensamientos.
Tu corazón dejó de latir…, y en tus venas se paró el fluido de tu sangre… Y de la nuestra.
¡Te habías ido…!
La desesperación de todos se cruzó con el regocijo de la muerte al llevarte. Como una piña, nuestro aliento ya no servía para calentar tu cuerpo que se enfriaba al mismo tiempo. Te quitaron los tubos que ensuciaban tus venas y una sábana blanca tapó tu rostro.
Una mano, fría como el granizo, nos indicó muy educadamente que teníamos que salir de allí. Nos pidió por favor que contuviéramos nuestras emociones; nos dijo que allí había otros enfermos y no querían asustarlos... Con gemidos apenas contenidos, salimos al pasillo y vimos cuando te llevaron… De inmediato limpiaron el aposento y lo dejaron listo para esperar a otro que, tal vez, éste, si tuviera cura. Otra mano, ésta tierna, dulce y divina, se apoyó en nuestros hombros y nos dijo que lo sentía. Le agradecimos a aquella voz que no volveríamos a oír jamás, su tono y mensaje.
Aquel día renuncié a la fe, a todos los dioses, y no paré de maldecir al cielo y a la muerte. Yo le habría prometido cualquier cosa, pero no, ella, con su amarga negrura de alma, te quería para sí.
<<¡Maldita seas! >>—le dije durante mucho tiempo.
Pienso que la muerte no es negra, que es blanca, opaca, o tal vez transparente, que es del color de una habitación de hospital, o de un geriátrico…, del color de sus sábanas… Y que es fría como el hielo.
Sin sentimiento alguno.

Entonces no sabía lo que es un hospital…
Un hospital es un lugar por donde igual se pasea la vida que la muerte. Se cruzan y se esquivan a cada momento, peleando por sus dominios; a veces se retira la muerte de una habitación y su espacio lo ocupa la vida…, pera la muerte sabe que tiene ganada la batalla, que sólo es cuestión de tiempo…
Así nos toreó a todos en aquellos días…
Con capotazos de capa sombría, nos lidió igual que un diestro torero lo hace con una res ilusa que intenta clavar sus cuernos en el viento… Y nos dio aquella mañana la puntilla.
Ya tenía su trofeo en macabro destino…
Luego vinieron largos tiempos de tinieblas. Largos días y más largas aún las noches… Pero las pasamos todos juntos, más, sabiendo que nos acompañabas en nuestro largo camino, que no estábamos solos. Y te extrañábamos en los momentos felices y nos alegrábamos de que no estuvieses en las desgracias… ¡Cómo hubieras hecho tú!
En fin…
Me gustaría que supieras, que mi madre, en su lecho de muerte, repetía mi nombre a cada momento, pero que cuando yo le contestaba ella no me escuchaba… Luego, al paso del tiempo, me di cuenta que nunca antes me había llamado por mi nombre de pila.
¡Que era a ti a quien llamaba!
Y al recordarla, me alegro mucho de que así fuera.

¿Qué más puedo escribirte…?
Que ahora, cuando el tiempo ya pulió nuestra amargura y la convirtió en los mejores recuerdos, quiero que sepas, que tú eres mi norte, mi sur, este y oeste... Y aunque sé que nunca podré conseguirlo, si algo me gustaría ser, sería ser lo más parecido a ti. También, que me quedaron mil cosas por decirte, cosas pendientes y colgando de mi alma con el peso de una gran losa, pero que me conforta un poco saber…
¡Qué tú ya lo sabes…!

¡Tú, eres mi padre…!

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