domingo, 5 de julio de 2015

Flavio Crescenzi

Pintura Max Ernst

1

De espaldas a una ciudad noctámbula y famélica, rígido de confusiones y aventuras, veo venir una jauría de nubes siderales, nubes que ladran y gruñen como perros, nubes que son en sí el magma asfixiante de una civilización que se derrumba.
La ciudad es una copa de tedio, un guante solitario hecho de fango, una declaración al pasar hecha por las bestias que la pueblan. La ciudad, digo, es un traje corroído por mil grietas.
Y pensar que le he regalado a esta metrópoli mis ojos prematuros, mis manos de mártir, mi corazón de viento, sin pedirle nada a cambio. Pensar que solía ser el juglar adolescente que repartía su música por las calles cuando ya todo el mundo había cerrado sus puertas y dormía.
Hoy, de espaldas a los huesos desarmados de la urbe, asisto a la demolición nocturna de las cosas, llevando conmigo tan sólo un libro viejo que no deja ya de deshojarse y que he intentado reparar a última hora: hoy sólo tengo el silencio del que están hechas las bujías.


3
Aquella calle era menos angosta que agnóstica, aquella calle exhalaba dudas metafísicas. La calle, insisto, era un largo olor a pan, una invitación a perpetrar la más profana eucaristía, un crimen de hambre y prepotencia.
Tanto los panaderos como los clientes de la cuadra se arrojaban saludos y promesas, besos de harina y levadura, supongo que para agilizar un comercio injusto de antemano —como todo comercio existente y que se precie—, supongo que para sofocar el peligro de que la expropiación dicte su sentencia final y perentoria.
Un policía ingresó de repente en el comercio y pidió una docena de facturas, se marchó al poco tiempo muy contento sin pagar.

Libro Inedito 

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