miércoles, 4 de febrero de 2015

Gladys B.López Pianesi (Argentina)


                                            pintura de
 Tomek Sętowski, Kopera

 

La ostra en la red







Dejó de sentir… cansada... seguía aún su viaje en el tranvía

Ya no era ella, era tan sólo una ostra atrapada en su propia red, esa malla que había tejido ella misma, soldando punto por punto.

Por un momento no consiguió orientarse, se había pasado de su recorrido habitual. Descendió.

Se sintió sola en medio de la noche, la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento misterioso le rodeaba el rostro.

Su boca segregaba saliva, y más saliva, ante el muro que descubrió. Era el Jardín Botánico

Al fin pudo ubicarse.

El silencio y su respiración aceptable

Ana sujeto el instante entre los dedos, antes que desapareciera para siempre, como la vida de las mariposas negras que se deslumbran por la luz y se queman alrededor de la lámpara eléctrica.

El día había finalizado, se sentó en la cocina mientras los chicos y su marido se fueron a dormir, casi serena y altiva, enérgica ante su propia vergüenza y moral ante los demás.

Cuando una visión le hizo dar un grito

El ciego...el jardín botánico...su hijo...la red de malla...y la ostra.

Y supo que ella era esa ostra, con el grano de arena para cultivo, enquistado, al que envolvía todos los días para sentirse y crear una perla.   Atrapada  en su propia  red de malla,  la que ella había tejido soldando todos los estancos Los del BIEN Y LOS DEL MAL

  


Dar  luz a la sombra




Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar, era una exaltación perturbada, algo confusional, sobre la felicidad. No  sería así  su vida  de adulta.  Ana lo había decidido, lo había escogido, sólo debía cuidarse en la peligrosa hora de la tarde, cuando la casa estaba vacía, sin nadie de la familia y el sol estaba alto
Esta era  la hora del espanto, dónde la vaciedad la miraba y no la veía. Era la hora de la huída, la hora dónde asomaban los fantasmas. Era la hora en que Ana salía a hacer sus compras.

Una forma de negar su propia soledad interior. Una excusa  para ahogar su angustia de no sentirse útil. Quizás era la forma de huir de su manía persecutoria infantil…

Toda su vida de adulta estaba auroleada de buenos propósitos.  Servir y vivir para los  otros, sin un espacio para sí misma, sin contemplar su propia existencia, ni sus requerimientos, ni  su propia valía.

Cuando ella se preguntaba, ¿quién soy?, sólo se sentía aferrada a negras raíces de un suave mundo ajeno, el mundo de los otros. Su mundo… ¿No existía?

Subió al tranvía que la llevaba a su hogar, sintió su traqueteo familiar, cuando el sol subía y coloreaba con ese tono rojizo el horizonte. Esas pinceladas maravillosas y tremendas que tanto malestar le provocaban. Pensar, pensar en todo lo acontecido durante, el día la ponía bien y  ya estaba corriendo hacia la cena, esto  la mantenía vital. Su bolsa con las compras en la falda le daba seguridad, llevaba todo lo que había adquirido en el mercado  para la cena. Su bolsa estaba agigantada ya que irían a su casa también sus hermanos  a comer. Pensar en ellos era agradable.



Una parada más del tranvía y llegaría a destino, apresuraría el paso en su caminar para estar cuando regresaran los niños del colegio.

Ciertas nubes de negrura avanzaban hacia el poniente, coladas  al trasluz de la ventanilla del tranvía, que ya arrancaba nuevamente con chirrido y su ronroneo habitual.

Ana se irguió pálida. ¿Qué cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza?

Un ciego, que había ascendido,  con su bastón blanco, parado en el primer asiento del tranvía, la señalaba con ese símbolo que era un interrogante… ¡qué había sido de su vida preguntaba su bastón!.. El mundo nuevamente se había transformado en un malestar.

Levemente con disimulo fue alzando su rostro para mirar a quien nada  veía,  quien todo lo observaba a través de su sentido senestésico. El rostro del ciego  estaba lleno de preguntas, lleno de palabras, lleno de letras, de jeroglíficos y como Champolión,  Ana,  las alcanzaba a descifrar.  Era su propia nada despiadada lo que ella veía sin mirar, sólo viendo y sintiendo con él estómago, con su cuerpo, con su raciocinio…El ciego masticaba chicles cuando lo miró,  masticaba chicles…

Esa goma de mascar era  su infancia… Ella, también estaba allí. Ana lo miraba y si algún pasajero la  mirase  en esas circunstancias,  tendría la impresión de ver a una mujer con odio.

Continuaba Ana con su rostro desencajado, mirando   al ciego…hasta que en un momento…

¡Ana dio un grito!

El conductor frenó el tranvía…El chirriar y el movimiento  que provoca la inercia…. y el guarda recorriendo los pasajeros para saber que había sucedido…. al no ver nada anormal, dio la orden de avanzar...Chaca chaca….chaca.



Ana sintió que todos la miraban… hasta que dejaron de verla…

Su bolsa de compras estaba en el piso, se había deslizado de su falda. Al alzarla chorreaba un líquido rojo viscoso…

¡Sangre!… y la náusea se apoderó de ella… ¡A quién maté! A la infancia, a la mujer, a mis hijos, a mi esposo…. A mi persona…

El mundo nuevamente se había transformado en un malestar…Todo su cuerpo temblaba, su boca sentía ese sabor ácido desagradable del vómito…Estaba en crisis, pero una voz interior quería protegerla, calmarla,  brindarle un poco de dulzura al decirle, que a pesar de todo lo bueno, lo malo lo había resuelto y  lo había hecho bien…

Ya nadie la miraba….

Se sintió invisible…

Sintió que ya no tenía presencia física…

Se sintió sin sentidos….

Dejó de sentir,  ya no era ella…

¡Sangre, repitió!... Fue la anunciación de dar luz a la sombra.


 

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