lunes, 2 de febrero de 2015

Dulce Nana Nana (España)

                      Pintura de Salvador Dali

Yo confieso...
Soy inocente, no tengo ninguna culpa, es esa pequeña zorra, ha salido a su madre, una calentona que a los quince años se había follado a todo el instituto y que se casó poco después con mi mejor amigo, embarazada de él, según lo que ella decía, yo no estoy tan seguro de eso.
Soy un buen hijo, un buen hermano, un buen novio... No repetí ningún curso, sacaba unas notas excelentes, acabé la carrera en su momento, nunca me quedó nada para septiembre y además obtuve varias matrículas de honor. Mis padres no tenían queja alguna de mí, ayudaba en casa, me ocupaba de mis hermanos menores, jugaba con ellos, les explicaba las lecciones... Soy un buen trabajador, formal y responsable, no me aprovecho de mi puesto de directivo en la empresa, una multinacional, en la que me dejo la piel cada día. Soy inocente, no es mi culpa, es ella, ese demonio de criatura, me tiene dominado, obsesionado, me hace sentir culpable, me hace tener asco de mí mismo. Tengo una novia, la amo, nos amamos, quiero casarme con ella, formar una familia, ya no somos unos niños, ni ella ni yo, rozamos la treintena. No quiero hacerle daño, no se lo merece, llevamos mucho tiempo juntos y tenemos proyectos en común. Mi novia, tan leal y bondadosa, no puedo permitir que se entere del monstruo que soy... La conozco desde la facultad, estábamos en la misma clase. Siempre destacó por su inteligencia; yo la admiraba por la agudeza y pertinencia de sus preguntas y observaciones en clase. Morena y menudita, no era físicamente llamativa a pesar de tener una cara agraciada y un carácter alegre que conseguía animarme, hacerme reír y olvidar mis remordimientos, esos remordimientos y esa sensación de culpa que me llevan acompañando desde que cumplí los veinte años. Esa cría es la responsable de todos mis males, de todos mis pesares y es la que se ha empeñado en destruirme y creo que lo va a conseguir. Estoy muy nervioso, pienso en acabar con todo, en acabar con esta vida de engaños y disimulos, en quitarme de en medio, en huir, no sé qué hacer, no puedo enfrentarme a la verdad, no quiero hacerle ese daño ni a mi novia ni a mi mejor amigo ni a mi familia. Estoy avergonzado. Y estoy entre la espada y la pared. No entiendo cómo un ser supuestamente inocente tiene ese poder sobre mi vida y sobre mi persona... Me refiero a ella, a la hija de mi amigo, la hija de esa ninfómana que no dudó en abandonarlos a los dos para seguir puteando por ahí con unos y con otros, lleva una buena carrera. Esta no es una gran ciudad, todo se sabe. La madre se largó al poco tiempo con otro tío, un hombre adinerado, mayor que todos nosotros, que se había encaprichado de ella. Cuando se cansó de él y le sacó una casa y un coche, entre otras cosas, se fue con otro, y luego con otro... Su vida no me importa nada, pero mi amigo tiene noticias de ella de vez en cuando y me suele contar sus aflicciones. El pobre, se consuela diciéndome que lo único bueno de ese matrimonio temprano ha sido su hija, la que él cree un ser dulce y especial... Lo que menos puede imaginar es que un demonio habita en su interior, un demonio lujurioso y calculador. Con sus grandes ojos grises y sus dorados rizos enmarcando la cara más perfecta que jamás he visto, tiene a todo el mundo engañado, a sus abuelos, que tanto la quieren, a su padre, que la adora y a sus profesores y compañeros de clase, que la tienen muy bien considerada. Pero a mí ya no me engaña, en su cara distingo los rasgos de una persona dominante y caprichosa, que no duda en conseguir lo que se propone, lo noto en el mohín de sus labios, rojos y gruesos, que cambian de forma ante cualquier contrariedad, y en el brillo y la intensidad de su mirada que habla por sí sola, y, que, como un rayo afilado, me hiere cuando la dirige hacia mí haciéndome saber que sus deseos son órdenes, órdenes que no me atrevo a desobedecer.
Empezó pronto a sentir furor uterino. Con apenas cinco años se rozaba sobre mis piernas pidiéndome continuamente que le hiciera el caballito. Yo al principio no me daba cuenta. Era una niña pequeña, la conocía desde que nació. Su padre, mi amigo, era muy joven, yo también. Su madre, como ya he contado, se largó tras un tiempo jugando a las casitas. Le aburría esa vida, no tenía ganas de una responsabilidad tan grande y dejó su hija al cargo de mi amigo y de sus padres. Yo, que desde pequeño había jugado mucho con mis hermanos menores, no dudaba en jugar también con ella y entretenerla el tiempo que hiciera falta. Su padre y yo, además de amigos, éramos vecinos y algunas veces me quedaba solo con ella, los abuelos eran aún jóvenes también, tenían sus trabajos y ocupaciones y a mi no me importaba cuidarla mientras estudiaba.
Se subía en mis piernas y quería que la hiciera cabalgar. Yo obedecía y ella pedía más y más. Nadie se extrañaba, ni yo tampoco. Pero un día vi que no llevaba sus braguitas, que cabalgaba a pelo, me fijé mejor y noté que parecía disfrutar. Una extraña desazón me invadió. No estaba seguro de mi percepción. Pero poco a poco se fueron confirmando mis temores. Ella se masturbaba, o hacía algo muy similar, con el roce de mi pantalón. Al quitármelos aún estaban húmedos, despidiendo un olor penetrante de sexo de mujer, que permanecía durante el tiempo que yo me demoraba en lavarlos. No lo hacía de inmediato, necesitaba olerlos, saber que no había soñado, que lo sucedido no era fruto de mi imaginación. Aspiraba la impronta de sus infantiles genitales y al momento me invadía un fuerte sentimiento de culpa y temor a lo prohibido mezclado de una nerviosa excitación, que siempre lograba acallar recurriendo a los placeres solitarios. No fui capaz de decirle nada, ni de negarme a su juego, le obedecía fascinado y, cada día más excitado con sus juegos eróticos, no podía evitar masturbarme por las noches, acompañado de su olor y del recuerdo de su cara, de la sensualidad de sus jugosos labios, de su acerada mirada que dominaba toda mi persona.
Poco tiempo después, una serie de factores confluyeron para que esos juegos cesaran y con ello mis temores: mis estudios empezaron a demandar más dedicación y no disponía de mucho tiempo libre; empecé a salir con la que luego se convertiría en mi novia, íbamos al cine, a pasear, a correr por un parque cercano, o a veces hacíamos recorridos en bici de montaña. Creí que olvidaría a la pequeña ninfómana y de hecho, durante algún tiempo, dejé de acudir a casa de mi amigo. Él no había continuado con estudios superiores, se había sacado un módulo de grado superior en informática que le permitió encontrar rápidamente trabajo y parecía feliz con su hija. Dejó de vivir con sus padres, se mudó a las afueras, a una urbanización de casas pareadas y, a pesar del abandono de su mujer, se apañaba bastante bien con la ayuda de una niñera. Mantuvimos la amistad y seguíamos viéndonos con cierta regularidad, aunque sólo fuera para tomar unas cervezas los dos solos. Al cabo de algunos meses él empezó a salir con una chica, más o menos formalmente, y a veces quedábamos los cuatro para pasar un rato juntos. En un par de ocasiones nos invitó a cenar a su casa, y volví a encontrarme con su hija, a la que no veía desde que se mudaron de casa. Cuando llegamos, la niñera la estaba bañando. Cuando acabó, salió a darnos las buenas noches. Su imagen era entrañable, con sus bucles húmedos, su carita inocente, limpia y saludable. Me costaba imaginar que esa cabecita angelical había albergado pensamientos impuros. Nos saludó a todos con dos besos en la cara. Ya estaba más grande, parecía muy sería y reflexiva. Al poco rato se fue a dormir sin rechistar. La siguiente vez que la volví a ver, en las mismas circunstancias, actuó de idéntico modo. Llegué a pensar que yo me había confundido tiempo atrás y que la chiquilla jugaba inocentemente conmigo... Traté de borrar aquellos recuerdos de mi mente. La volví a ver dos o tres veces más en alguna celebración, normalmente bodas o bautizos, ya que teníamos amigos comunes del mismo barrio. Me saludaba con un par de besos en la cara y seguidamente se iba a jugar con chiquillos de su edad. Casi conseguí olvidar aquellas escenas de un pasado no tan lejano.
Todo se complicó con un accidente de moto que tuvo mi amigo. Salió con vida pero con fracturas múltiples lo que le obligó a estar un tiempo largo en el hospital y otro aún más largo de convalecencia. Decidió que la niña fuese a vivir con los abuelos, mis vecinos. Yo aún seguía en casa de mis padres, estaba en el último curso de carrera, una ingeniería superior. Cuando él pudo salir del hospital, dejó a su hija algún tiempo más allí, mientras él trataba de recuperarse y de readaptarse a su vida. Yo tenía ya veintitrés años, quince más que ella. Sus abuelos seguían en activo, con sus trabajos y aunque contaban un poco con la ayuda de la niñera, también recurrieron a mí como antaño. Aquella noche tenían un compromiso ineludible, y me pidieron que me fuera a estudiar a su casa hasta que ellos llegaran, que no sería más tarde de las dos de la madrugada. Allá me fui, pertrechado con mis apuntes, mis bolígrafos y lápices, reglas, folios, un termo de café para aguantar estudiando hasta tarde, como tenía por costumbre. Un atisbo de temor me intranquilizaba, recordaba aquellos juegos húmedos, pero traté de relegarlo al último rincón de mi mente. Cuando llegué, ella ya estaba dormida, sus abuelos se despidieron de mí sin hacer ruido y me instalé en la mesa del salón dispuesto a concentrarme. No llevaría más de una hora cuando oí un grito aterrador. Asustado, acudí corriendo a la habitación de la niña. Me la encontré sentada en la cama llorando, con cara de terror. La abracé y traté de calmarla. Estaba acongojada; su frágil cuerpo se estremecía entre mis brazos. Finalmente se tranquilizó. Me pidió que no la dejara sola, que tenía miedo. Me quedé con ella pero estaba muy intranquila, no podía volver a coger el sueño. Le sugerí que se viniera al salón, y se tumbara en el sofá mientras yo estudiaba. La dejé cómodamente instalada y tapada y me propuse continuar estudiando. Pero la vigilaba de reojo, ya no podía concentrarme. Me asaltaban los recuerdos, y empecé a temerme lo peor. No andaba muy descaminado. Observé cómo se ponía boca abajo, me pareció percibir que estaba masturbándose. Hice la cuenta de su edad, ocho años. Pensé que era aún muy pronto para eso, pero recordando sus juegos, su actitud no me sorprendió mucho. Ella seguía, ya era evidente lo que se traía entre manos. Jadeaba, mientras imprimía un movimiento rítmico y rápido a su mano, haciendo que su culito se moviera al mismo ritmo. Tanto ímpetu puso, que la manta con la que yo la había tapado se deslizó al suelo; pude ver su sexo sonrosado, de labios gordísimos y cerrados, en medio de sus finos muslos separados. En ese momento tuve una gran erección. Como un acto reflejo, me llevé la mano al pantalón, apretándome por fuera ese bulto enorme que se me había formado y que estaba casi a punto de soltar su cargamento. Ella se giró y me vio. A partir de ese momento sólo fui una marioneta en sus manos. Me llamó. Me dijo: "Vamos a jugar a los novios, tú me tocas y yo te toco". Cogiendo mi mano, la llevó a su entrepierna, apretándola entre sus muslos. Me hizo sacar el pene, quería agarrarlo, manosearlo, poseerlo. Intenté negarme, sólo fue un débil intento, pero fue imposible. En un instante nos encontramos los dos tumbados en el sofá, tocándonos. Sólo tres o cuatro segundos pude retener mi leche, que derramé en sus habilidosas manitas. Ella se río, se lamió los dedos, uno por uno, y me dijo que estaba muy rica, que ella también tenía un líquido muy sabroso que le salía de su bollito, que se lo chupara y lo podría comprobar. Cumplí su orden, me puse de rodillas en el suelo acercando mi boca a sus genitales. Ni que decir tiene que al tocar con mi lengua sus labios y entreabrirlos, tuve otra erección. Era el olor recordado, ese olor con el que me masturbaba hacia un tiempo. Le chupé lo que me parecía que podía ser el clítoris, nunca había conocido un coño de niña, los de mujer ya están más abiertos. Me apliqué en recorrerle con la lengua todos los surcos que pude encontrar; estaba tan cerrado y tan nuevo que se me llenaba la boca con sus labios. La oía jadear, pidiéndome más y más. Su manita había encontrado de nuevo mi instrumento y lo atenazaba, apretándolo y moviéndolo de modo que tuve otro intenso orgasmo. Seguí lamiendo y chupando su coño y tocando los alrededores de su agujero, tratando de meterle un poco un dedo, quería poseerla allí mismo, había perdido la cordura. Hasta que ella decidió que tenía bastante, y me dijo que ya se iba a dormir, que la acompañara a la cama. Eso hice y comprobé cómo en pocos segundo se quedaba dormida. Anonadado, arrepentido, me fui al baño y me lavé la cara y las manos con abundante agua y jabón, creyendo que así limpiaría mi alma.
A partir de ese momento, ella empezó a utilizarme a su antojo. Tenía la capacidad de saber cuando me encontraría solo, sin mis padres ni mi novia, y no desperdiciaba la oportunidad de buscar su placer y dármelo a mí también. Me incitaba a meterle un dedo dentro y moverlo, eso le encantaba, no parecía dolerle a pesar de la estrechez de su vagina. Siempre estaba muy mojada, y también le gustaba jugar con mi miembro viril, primero con las manos y a continuación con sus labios y su lengua. Decía que era su piruleta preferida. Estuvo bastante tiempo en casa de sus abuelos. Durante todo ese tiempo no pasaban dos días sin que ella encontrara el modo de conseguir sus propósitos. Era una experta buscando excusas para quedarse a solas conmigo. Mi novia no se percataba de nada, ella la consideraba una inocente niña que había tenido la mala suerte de haber sido abandonada por su madre y veía con buenos ojos que yo me ocupara un poco de ella. Tampoco sospecharon nada ni sus abuelos, ni mis padres, ni nadie de nuestro entorno. Todo el mundo la encontraba adorable. Ella era muy educada y cariñosa con todos ellos, muy zalamera, y les decía a todos que yo era su tito -mi amigo era hijo único- y que me quería mucho porque era divertido y porque siempre estaba dispuesto a jugar con ella. Pero su juego favorito era el juego prohibido, el juego de los novios y, a pesar de los intentos que hice por negarme, una vez tras otra cedía ante la visión de la mueca de desdén con la que me obsequiaba bajo su mirada penetrante que encendía toda mi sangre. Yo tenía mi propio cuarto y ella era libre de entrar en él, incluso si yo estaba estudiando. Le encantaba sentarse encima de mis piernas, y obligarme a que la tocara con una mano mientras que quería que yo, con la otra, intentara escribir lo que estaba estudiando. Me decía: "Concéntrate, no te distraigas, tienes que sacar buenas notas". Al mismo tiempo apretaba mi mano con sus muslos, o me la dirigía con su propia mano hacia donde ella quería. Ni que decir tiene que tenía que volver a estudiar toda esa parte cuando ella se iba, no me enteraba de nada. A veces le gustaba dejarme así, excitado, sobre todo cuando estaba segura de que ese día no me tocaba ver a mi novia. Esos días me dejaba con un dolor de testículos que no se me iba ni tras masturbarme dos veces seguidas. Los días que ella sabía que sí me encontraría con mi novia, intentaba dejarme seco. Esos días empezaba con el mismo juego, sentándose encima de mis piernas pero con sus ágiles dedos, sacaba mi pene que jamás estaba flácido en su presencia, y después de juguetear con él, se agachaba bajo mi mesa de estudio y mirándome con ojos pícaros me decía: "Ahora soy una gatita que viene a por su leche, tengo mucha sed". Y se la comía con tantas ganas que en pocos segundos le daba leche suficiente para desalterarla. No siempre podía conseguir su propósito; los viernes los tenía bien controlados, porque normalmente yo quedaba con mi novia ese día para salir un rato por la noche, y ella venía a verme antes, a la hora de la merienda más o menos. Pero los sábados, que también me iba con mi novia, a veces para comer juntos, en su casa o en la mía y pasar toda la tarde juntos estudiando y viendo una película para relajarnos o merendando y dando un breve paseo al atardecer, los sábados digo, la niña ya no podía adelantarse. A esas horas sus abuelos estaban con ella, la llevaban a ver a su padre y se quedaban con él. Cuando me volvía a ver, yo notaba en su gesto un cierto rencor pero pensé que eran pequeños celos de niña. Ella saludaba amablemente a mi novia si la veía y no dejaba traslucir la rabia que le daba nuestra relación. De eso me enteré hace poco. Pero aún no he llegado a ese punto de mi historia. Yo quería mucho a mi novia, quería y quiero. Por eso estoy así de mal, porque sé que si se entera de lo que he hecho estos años la voy a perder, y no sólo eso, sino que me va a considerar un depravado, me va a aborrecer, como yo me aborrezco. Pero no quiero liarme, sigo con mi confesión en orden cronológico, creo que así es más fácil de entender y creo que quizás se me pueda perdonar. Me quedé en las relaciones con mi novia. Nosotros teníamos que estudiar mucho y no salíamos tanto como otros jóvenes de nuestra edad. Pero sí teníamos relaciones sexuales, hacíamos el amor. Yo diferenciaba muy claramente lo que hacía con mi novia de lo que hacía con la niña; con mi novia era todo amor y dulzura, nos decíamos cosas tiernas, nos besábamos, yo la abrazaba con fuerzas mientras le susurraba al oído cuanto la amaba. Aprovechábamos que sus padres tenían una casa de campo y solían irse a pasar un fin de semana de cada dos allí dejando la casa sola. Esos sábados los pasábamos mi novia y yo en su cuarto, amándonos de verdad. En esas ocasiones me quedaba a dormir con ella, pasando unas noches de amor juntos los dos. Muchas veces teníamos que estudiar, los dos sacábamos siempre buenas notas y estábamos compenetrados en cuanto a nuestros gustos y prioridades.
Al cabo de un tiempo mi amigo se restableció y reclamó su hija a su lado. Pensé que ya podría librarme de ella. Pero no fue así. Estuvimos varios días sin vernos, unas tres semanas largas y debo confesar que, si bien por un lado me sentía aliviado, por otro lado, pensaba en ella para masturbarme y lo peor de todo, empecé a pensar en ella cuando le hacía el amor a mi novia. La niña, por su edad, no tenía derecho a salir sola ni a hacer lo que quisiera. La urbanización donde vivía estaba alejada de la casa de sus abuelos y de la mía. No iba a ser fácil poder repetir sus juegos conmigo con la misma frecuencia y, conociendo sus necesidades físicas tan prematuras, llegué a pensar que ya tenía que haberse buscado alguna otra víctima para satisfacer su lujuria. Pero ella tenía una idea fija: yo. Al parecer y según me ha confesado posteriormente, sólo tenía ganas de volver a verme y de jugar conmigo. Ella siempre hablaba de jugar. Me decía: "Ahora vamos a jugar", y yo no tenía otra opción que obedecer. Cuando nos vimos al cabo de esas tres semanas, estaba muy enfadada conmigo. Lo noté en la fría mirada que posó en mí cuando por fin nos encontramos de casualidad en el portal, un día en el que su padre la trajo a casa de sus abuelos. El brillo gris de sus ojos cortó el impulso inicial que tuve para darle dos besos dejándome helado y sin poder reaccionar. Pude percibir su rechazo en ese momento y temí tanto su odio como su indiferencia. Íbamos los tres en el ascensor, ella apenas me dirigió la palabra; mantuvo el gesto despectivo de sus labios hasta llegar a nuestro destino, el mismo piso, pero al despedirse, lo trasformó en una amplia sonrisa y el color volvió a sus ojos, me había perdonado. Respiré aliviado; una necesidad imperiosa de jugar con ella a los novios me hizo decirle a su padre que yo estaba libre, que acababa de hacer un examen muy duro y que podía ocuparme de su hija un rato, si él tenía cosas que hacer, que podía llevarla al cine o al parque. Él me lo agradeció, tenía que poner mucho trabajo al día y por eso la dejaba en casa de los abuelos pero se alegraba de que pudiera sacarla todo el rato que quisiera, luego se iba a quedar a dormir con ellos. Primero fue a saludarlos y al poco tiempo tocaron al timbre. Era ella. Su padre se despidió de nosotros y ella entró en casa diciendo que luego iríamos al parque a jugar. Yo estaba deseando tocarla, chuparla, olerla. Desde que la había visto sólo pensaba en ese momento. Le pregunté que si quería ir al cine. Me dijo que mejor nos quedábamos un rato en casa. Eche un vistazo al reloj, casi las seis de la tarde, podíamos estar tranquilos. Sus abuelos eran muy confiados y a esas horas les gustaba sentarse a ver la tele y descansar después de una jornada intensiva y mis padres seguían trabajando en un estanco de su propiedad. Teníamos un par de horas para nosotros solos. Los dos estábamos deseando recuperar el tiempo perdido. Me arrodillé delante de ella esperando su decisión. Ella me dijo: "¡Bésame como un novio de verdad!". Era lo que estaba esperando. Fue nuestro primer beso. Sus labios carnosos pegados a los míos, se abrieron para dejar pasar mi lengua que buscaba la suya ansiosamente. Mezclamos nuestras salivas, como si quisiéramos adueñarnos el uno del otro; la suya era dulce con un fondo de sabor a fresas, en ese momento recordé que le gustaban las chucherías como a caso todos los críos. Ese día nos quedamos desnudos los dos, nos observamos y nos abrazamos con nuestras bocas unidas de nuevo. Ahora lo recuerdo horrorizado.. ¿Cómo fui capaz de hacer eso? Pero en ese momento su frágil y liviano cuerpo era una tentación demasiado fuerte para mi. La enlacé con mis brazos y con mis piernas, besando su cuello, sus incipientes pechos, sus estrechas caderas... La giré y pude admirar su culo, aún infantil, que besé, mordí y lamí hundiendo mi cara entre sus cachetes, empapándome de su aroma. Ella se dio cuenta de mi gran turbación, nunca la había deseado tanto y tomó las riendas de la situación. Se giró, quería volver a jugar de forma normal. Puso las reglas: "Por hoy, no más besos en la boca, si quieres besarme, bésame abajo". Sus órdenes eran tajantes. La obedecí. Pasaba mi lengua entre sus cerrados labios, separándolos, buscando su vulva, recorriendo los pliegues que separaban sus labios menores, intentado meter la punta de la lengua en su pequeño agujero, en su ojete, volví a aspirar su olor, a beber sus jugos y en ese momento comprendí que había perdido el juicio.
Ella consiguió que el contacto entre nosotros siguiera siendo estrecho. No estaba dispuesta a pasar muchos días sin recibir su dosis de placer. Por los motivos que fueran su sexualidad estaba muy adelantada para su edad, aún no tenía diez años y quería tenerme a mano para satisfacerla. Como además era una gran manipuladora, preparó muy bien su siguiente jugada. Lo primero que hizo fue librarse de la niñera para poder quedarse sola en casa. Empezó a quejarse de ella, decía que le resultaba muy arisca y que no la necesitaba para nada, que ya era mayor y que era un gasto tonto. Prefería comer en el colegio y hacer actividades extraescolares. Podía volver a casa con la madre de una compañera, que vivía cerca y no le importaba estar sola un par de horas. Adujo también que, de ese modo, tendría más ocasiones para ir algún día de la semana con sus abuelos, a los que, según ella, echaba mucho de menos. Ellos estaban de acuerdo y quedaron en recogerla y llevársela con ellos una o dos veces por semana. Todo ese montaje tenía como objetivo allanar el camino para nuestros encuentros. Ella empezó a sacar malas notas en matemáticas, lo hizo adrede, y le pidió a su padre que le buscara un profesor particular. Me obligó a que yo me ofreciera; su padre me quedó muy agradecido; el pobre infeliz me dijo que de ese modo, mientras yo le ayudaba con los deberes también le hacia compañía, a él no le gustaba que se quedara sola en casa, pero había cedido a sus caprichos con respecto a la niñera. Yo llegaba a las seis y media de la tarde y comenzaban nuestros juegos sexuales. Ella se inventaba mil y una historias. Se sentaba en mis piernas, con su faldita y sin nada debajo, y me decía que le ayudara con los deberes, porque eso sí, nunca dejó un ejercicio por hacer, aunque no necesitara mi ayuda para nada, ni siquiera en matemáticas. Mientras ella escribía quería que yo le fuera acariciando los muslos y que subiera poco a poco la mano hacia su intimidad. Ese juego me volvía loco. Ella lo sabía y no me dejaba liberar el pene de la estrechez de los pantalones hasta que decidía que podía hacerlo. Entonces me decía que le ensañara mi colita, que le gustaba ver como se ponía dura y grande y me la agarraba con fuerzas. Yo nunca podía aguantar mucho más, y soltaba mi leche que ella recogía con sus manos. Después me obligaba a ponerme de rodillas bajo la mesa y ella seguía escribiendo mientras yo metía mi cabeza entre sus piernas abiertas y me encontraba con sus labios que me metía dentro de la boca, sorbiéndolos, lamiéndolos por fuera y por dentro. Puedo asegurar que ella tenía varios orgasmos y además soltaba bastante líquido que yo chupaba con deleite. No me dejó volver a besarla en todo ese tiempo, ni volvimos a desnudarnos como el día aquél en el que estuve a punto de tomarla de verdad.
La relación con mi novia no se resintió; ella era una chica muy responsable y nos veíamos en clase todos los días, por las mañanas, por las tardes estudiábamos cada uno por nuestra cuenta y seguíamos saliendo los viernes por la noche pero no nos acostábamos muy tarde salvo en contadas ocasiones. Yo seguía queriéndola, con ella podía hablar de cosas de personas de mi edad y seguimos manteniendo relaciones sexuales en su casa cuando se quedaba libre; otras veces nos íbamos a pasar el fin de semana juntos a la casa de campo que tenían sus padres si ellos no iban. Las relaciones eran placenteras pero no tenían nada que ver con la excitación rayana a la demencia que me entraba con la hija de mi amigo.
Como ya he contado, la niña se las había apañado para pasar un par de tardes en casa de sus abuelos. Merendaba con ellos, les contaba cuatro anécdotas, hacía sus deberes rápidamente y decía que venía un rato a saludarnos a mis hermanos y a mí. Ellos la dejaban con plena confianza, éramos como de la familia. Mis hermanos estaban con sus cosas y apenas le hacían caso, cada uno en su cuarto, y una vez cumplida la formalidad de saludarlos, se colaba en mi habitación como había estado haciendo algunos meses antes. Siempre le gustó verme estudiar, en esos momentos era ella la que quería meterse bajo la mesa y empezar a chupar y chupar hasta conseguir llevarme al éxtasis. Ella conseguía también su placer casi al mismo tiempo porque se rozaba entretanto con mis pies, dejando un rastro húmedo y oloroso en ellos. Esos días no se demoraba mucho. Mi madre solía andar por allí cerca pero ella tampoco llegó nunca a sospechar nada. Pensaba que venía a leer mis cómics ya que la niña tenía fama de buena lectora y alguna vez que entró en la habitación la encontró sentada en el suelo con un libro en las manos. Lo tenía todo calculado. Con esa dinámica fue pasando el tiempo. Yo cada vez más preocupado y pesaroso por esa debilidad mía, sabía que lo que hacía no estaba nada bien, que era moralmente reprobable. Y ella, con la idea fija de disfrutar conmigo, seguía inventando cochinadas. Recuerdo que en una época le dio por decir que me castigaba porque tenía novia, que debería abandonarla. Me pedía que me tumbara en el suelo, boca abajo, y ella me pisoteaba andando por encima de mi espalda. Después me daba la vuelta y seguía con el castigo, se sentaba en mi cara, sin braguitas, aplastando mi nariz con su culo abierto y dejando a la altura de mi boca su sexo que yo ya conocía tan bien a esas alturas. Esas y otras muchas cosas me hizo, cosas que tenían la virtud de excitarme hasta un punto increíble y que anulaban por completo mi voluntad. Le gustaba que la acompañara a hacer pipí y que pusiera mi dedo en su pipa mientras lo hacía y que luego me lo llevara a la boca. Con esas y otras guarradas me tenía enganchado a ella, era una caja de sorpresas a cual más placentera. Poco antes de cumplir los once años le vino la regla. A partir de entonces decidió que ya era una mujer y quiso que volviera a besarla en la boca y que nos tumbáramos juntos desnudos. Yo era testigo de su desarrollo. Los pechos duros y altos, cabían en mis manos, su tamaño era el ideal. Sus caderas se ensancharon levemente y su culo tomó una apetitosa forma de corazón. Ella se veía guapa y adoraba exhibirse delante de mi. Me hacia contarle si yo hacia el amor con mi novia. Yo no quería contestarle ni darle detalles, pero me hostigaba con sus preguntas y sus miradas despreciativas hasta que acababa contestando a todo. Yo percibía su creciente excitación y sus deseos de imitar y superar lo que le contaba. Estaba deseando sentir mi verga dentro de ella. Antes ya le había metido muchas veces un dedo pero sólo eso, jamás la quise forzar, yo sólo obedecía sus órdenes. En esa ocasión tampoco me negué. El día de su cumpleaños, cumplía once años, la desvirgué. Ella lubricaba mucho, desde siempre. No supuso un gran esfuerzo taladrar su coño, estrecho y caliente, que se iba abriendo poco a poco. Mi temor a hacerle daño con mi pene, que tiene una talla considerable, se esfumó al ver reflejado en su cara el placer de sentirse perforada por mí. Una resistencia inicial dio paso a una acogida asombrosa a mis sucesivas embestidas, cada vez más fuertes y profundas. La rotura de su himen fue evidente, pude ver su cama manchada de sangre. Supe que en medio del dolor que le producía, ella estaba gozando, sus caderas se acercaban a mi pubis, reclamando más y más, y oí su grito de satisfacción cuando el primer orgasmo sacudió su cuerpo infantil, seguido de otro orgasmo y luego de otro... Todo eso me transportó a un estado de gozo infinito.
De eso hace ya tres años. En ese tiempo he llevado una doble vida, nunca he podido cortar con la niña ni con mi novia. La niña me vuelve loco de deseo, tengo necesidad de poseerla, de jugar con su cuerpo y ella con el mío. Pero sólo es un divertimento en mi vida, un "à côté", como dicen los franceses. No he compartido con ella grandes conversaciones, ni intereses, ni planes de futuro... Sólo hemos tenido sexo, un sexo demencial del que difícilmente podría prescindir, creo. Ella se ha hecho grande, es una mujer. Yo no soy un pedófilo, nunca me he sentido atraído por ninguna otra niña. Ella fue la que empezó toda esta historia. Dice que no lo ha hecho con nadie más, sólo conmigo, y ahora me amenaza con revelarlo todo si llevo a cabo mi intención de casarme. No quiero seguir describiendo todo lo que esa niña ha podido llegar a inventar, todas las cosas que me ha obligado a hacer. Sólo puedo añadir que hemos "jugado" en infinidad de sitios y en situaciones comprometidas. Ella me mostraba su deseo con una sola mirada y yo me ponía en marcha para complacerla. No quiero cortar con mi novia, la amo, estamos en un mismo plano, hablo con ella, me río, tenemos mucho en común, tenemos unos buenos trabajos, vivimos juntos, queremos casarnos, tener hijos, verlos crecer...
La niña me tiene dominado, me tiene asustado, sé que no amenaza en vano, ya me lo ha demostrado. Hace unos meses, me hizo una jugada con mi novia, haciéndole creer que me había visto besando a otra chica. Me quedó bien claro que yo soy su marioneta, que puede hacer conmigo lo que quiera.
Comprendo que hay problemas mucho peores que el mío. Yo puedo sacrificar mis proyectos, mis planes de boda... Sé que mi novia no se lo espera y que la haré sufrir pero creo que es el único modo que tengo de salir de este lío. Ella podrá superar nuestra ruptura pero jamás podría superar conocer el engaño y las mentiras que han acompañado nuestra relación desde sus inicios. Y ni siquiera me atrevo a pensar en el dolor que puedo causar a mi familia y a mi amigo. Yo soy bueno por naturaleza. Me voy a volver loco. No quiero hacer daño a nadie. No puedo dejar que esa pequeña sádica desvele mi vergüenza.
No tengo elección, volveré a obedecer sus deseos, ahora y siempre. Ella me eligió, ella me dejará cuando se canse de mí; ella es mi dueña, tengo que hacer su voluntad.

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