sábado, 31 de enero de 2015

Sarah Petrone (Italo -Argentina)

                 

TE ACORDÁS DE MARIA?


La orquesta sinfónica dirigida por la batuta del director, ejecutaba su mejor repertorio como apertura en la gran noche de gala. En el respetuoso silencio de la sala colmada, la música sublime de la selección de temas de Wagner, Stravinsky y Mozart interpretadas con una solemnidad contagiosa, resonaba imponente en cada rincón del acústico recinto del Teatro Roma.
Las alegorías renacentistas de la cúpula del pequeño Colón de Avellaneda, representadas en los símbolos de Eros, La Vanidad y Baco parecían cobrar vida con cada nota.
-Seguramente Epífani estará orgulloso de su obra.- Oí murmurar cerca mio.
-Shss…
Alguien más se había percatado del trabajo del plástico autor.
-Shss…
Desde las aberturas perimetrales, Verdi… Pirandello… Benavente, incluso Gardel parecían pedir silencio en las pinturas de la cornisa.
Me acomodé mejor en mi butaca de terciopelo rojo, hasta casi hundirme en el asiento y por un momento cerré los ojos para oir mejor y calmar mi ansiedad.
Conmovida hasta las lágrimas releí una y otra vez su nombre en el programa que promocionaba la velada y su gira por el interior del país.
El piano, el violonchelo, la flauta…el violín. Ningún instrumento musical se resistía entre sus dedos, regalándole sus mejores notas.
María Neisse, la eximia concertista, llegaba después de recorrer una Europa que acrecentaba su fama prestigiosamente merecida e insuperada por el virtuosismo de su arte.
Se acordaría de mí aún, después de tanto tiempo como yo de ella?
Cuando se abrió el telón y salió al escenario, una lluvia de flores arrojadas desde los asientos vecinos, resbalaron por el largo vestido blanco que descubría apenas la punta de sus pies.
Menuda y rubia, con el cabello suavemente ondulado cayéndole sobre los hombros y la espalda; y los ojos tan celestes que parecían transparentes. Ya madura pero íntegra, vital; tal y como la recordé a través de éstos largos años, igual a cuando yo era su única alumna y aprendía solfeo en su casa, allá, en nuestro antiguo barrio de Almagro.
-Rosetta, incomincia da capo.- Me reprendía en mi lengua natal ante mis equivocaciones. Firme pero gentil como sólo los grandes saben serlo.
Mi mente me retrajo a esos días de mi infancia de inmigrantes italianos en la casona de inquilinato. Recuerdo a doña Berta, su madre, con sus ropas largas y oscuras, su delantal gris y la cabeza cubierta siempre por un pañuelo negro anudado a su cuello.Y a Sonia, su hermana menor, con sus trenzas rubias, largas y enroscadas en su nuca a modo de rodete.
Las tres mujeres eran refugiadas de Polonia, llegadas a la Argentina en un momento crucial del país, convulsionado por revoluciones internas y quebradas por la muerte de Eva Perón.
Atrás quedaron el pueblo natal, la familia dispersa y esa tristeza arraigada en la mirada huidiza, permanentemente húmeda en unas lágrimas ausentes, resignadas a no caer por las mejillas pálidas de Berta.
Casi como por un juego es que me había involucrado en sus clases de música, seducida por la armonía y la calidad de esos largos ensayos suyos; todo tan desconocido para mí, que inundaban con melodías el pasillo y la escalera que conducían a su departamento y a los que a hurtadillas accedíamos con Sonia para escuchar mejor.
Aprendí a amar la belleza de la música, por ella y así era más agradable la vida en el conventillo.
Todas las tardes al regresar del colegio, María nos permitía presenciar sus estudios. Entonces, nos sentábamos en el suelo de su habitación repleta de instrumentos que afinaba mientras mirábamos en silencio; esa era la condición.
En esa admiración absoluta por parecerme a ella, todos los días dibujaba en mi cuaderno de solfeo, las claves de sol, las blancas, las fusas, las corcheas…Todas esas notas que atesoraban mi única ilusión.
-Aún te falta aprender mejor las notas.
Yo, sólo quería sentarme y ejecutar, como ella, algunas melodías.
-Tal vez el mes que viene. –Y sonreía.
Entonces, torpemente me conformaba con acariciar las teclas del piano y tocar tan sólo el “cucú, cucú, cantaba la rana. Cucú, cucú, debajo del agua.”
Nunca completé mis estudios. Mis clases de piano con la joven María tuvieron que interrumpirse.
Una noche, Sonia muy excitada vino a buscarme. Un hombre muy querido para ellas había llegado a su casa. Alto, barbudo, muy demacrado y delgado. Había lágrimas en sus ojos y se abrazaban con cariño.
La habitación estaba a oscuras. Sobre la mesa, una pequeña torta casera con una vela encendida.
Tomados de las manos, también yo lloré al cantarle en voz baja el feliz cumpleaños al recién llegado, contagiada por su emoción aunque no entendía nada.
Entonces me explicaron que su padre, un profesor de física, después de años de campos de concentración y torturas, finalizando su exilio regresaba libre con los suyos.
Al poco tiempo, no sé por cuales arreglos políticos, sorpresivamente se despidieron de unos pocos y regresaron a Polonia.
Nunca olvidé el dolor y el miedo reflejados en sus rostros. En el aire quedó flotando el adiós que enmudeció al conventillo.
El golpeteo de la batuta sobre el atril me devolvió a la realidad. Desde el foso, al frente de su orquesta, el maestro le marcó el tiempo. María Neisse se paró firme frente al público, acomodó el violín sobre su hombro, recostó su barbilla en la caja de madera, acarició con los dedos el mástil, apoyó el arco sobre el diapasón…y tocó como nunca, dominando la técnica de su instrumento.
La armonía de los colores resonó en el Roma y en mis oídos, inundando de magia cada rincón mientras ejecutaba las composiciones musicales con una maestría y una seguridad inigualables.
Al finalizar, tras los aplausos interminables saludó y se despidió.
Quise gritar -¡Aquí estoy!- Pero no pude. El telón la ocultó detrás de sus pliegues; las luces se fueron apagando y el público empezó a salir.
Me quedé sentada, inmóvil. Toda la tensión acumulada en mi interior liberaba en lágrimas silenciosas mi emoción.
Escribí en un papel mi nombre y mi teléfono. Después, caminé hacia la calle. La esperé a la salida abriéndome paso entre el bullicio de la gente que se apretujaba en la puerta para verla. Y la alcancé.
Sin mirarme siquiera, me firmó un autógrafo apurado y subió al auto que la esperaba. Apreté entre mis manos el mensaje que no me animé a darle y me quedé mirando cómo se alejaba.
El viento jugó con algunos programas pisoteados, entonces sonreí débilmente.
- Tal vez, otro día…en otro lugar. ¿Quién sabe?
 

SARAH PETRONE


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