jueves, 1 de enero de 2015

Héctor D’Alessandro©(Uruguay)

 


El Cucaracho y otros relatos


La profecía Tlön.

“Antes de llegar siquiera a conocerte ya te quería”
.
Amaral
Para Regina Castro.
Miro la foto de mi madre, flanqueada por su padre y
su abuelo materno, me hace pensar en la terca resolución de la sangre. A su derecha está Ángel, el catalán, oriundo de Santa
Coloma de Farnés, fundó en Montevideo una empresa de abastecimiento de carbón y leña a la enorme ciudad luminosa. Dicen que era triste,
mi padre me lo contó con términos que no le perdonaban esa melancolía. Dicen que daba un trato cruel a sus empleados en el
aserradero a orillas del río Santa Lucía. Un día castigó a un chico que se negaba a trabajar, los padres del chico, trabajadores por igual,
pidieron clemencia y también un médico para que lo atendiera y ambas cosas le negó el abuelo Sala; el niño murió y toda su casa se llenó
de llantos como si entrara un viento oscuro y sus hijas vivieron aterradas y temiendo un castigo. De muchas maneras, mi madre y sus hermanas
trataron de calmar el alma de aquel chico, con flores y con rezos y con llanto e intentos inútiles de borrarlo de su conciencia.
Pasan los años y a la hermana mayor se le muere su primogénito a la misma edad de aquel niño. Se miran las hermanas con estupor, y ya no se
reúnen para celebrar fiestas; buscan resquicios donde colar una discusión, un tormento verbal con el cual sentirse ofendidas y distantes y quedarse recluidas en sus casas.
Pasan los años y mi abuelo está aislado, solo y melancólico, habla nada más que con mi padre, que no es de su sangre. Le confía el fracaso
de su vida. Ha sido triste y está amargado. Abusa de la acusación; los otros, siempre los otros.
Pienso en mi padre contándome aquella anécdota y con el paso de los años le veo un matiz que antes no conocía, cierto fulgor diabólico de re
compensa, de venganza, de placer negativo. Como si papá disfrutara al verles la negra hilacha en la confección de la felicidad a los ricos, a la rica familia de mamá.
Todo puede ser y todo me lo perdono; a medida que lo enumero, lo dejo ir como una barquita de papel en un río, le digo adiós.
Asistido por el rencor social de mi padre revestido de sabia escucha, se podrá sostener la imagen del abuelo Sala apoyado en la ventana del
bar “El Capi” en Pereira y Diego Lamas donde desgranaba su tediosa tristeza bebiendo grappamiel.
Ahora miro a la izquierda y veo al abuelo Cruz, nacido en Santa Cruz de Tenerife, que sonríe y parece disfrutar de la vida, parece que la
vida le vaya a reventar en el cuerpo y a escaparse por sus poros y por su sonrisa. El abuelo Cruz (“Tatita”, le decía mi madre) luchó en Arbolito y perdió para siempre, perdió históricamente en Massoller. A veces me

pregunto cómo hacía esa gente para amar tanto al país que los acogía como para ir a una batalla por él. Pienso si no eran más
internacionalistas que cualquiera de nosotros. A
“Tatita”, decía mi madre, los milicos del gobierno estatal, le tiraban de los mechones de pelo en la nuca y de las nacientes patillas para que confesara nombres de otros conspiradores “blancos” contra el gobierno, le daban asi mismo algún que otro cachetazo y le arrancaron, eso sí, las uñas de las manos con unas tenazas. El abuelo Cruz odió siempre a
los del partido “colorado” en el gobierno y hubiera estado dispuesto a emprender una nueva revolución.
La extraña sensación que experimentaba al escuchar una y otra vez aquella anécdota era que no había en ella tristeza ni arrepentimiento ni
rencor. Había emociones heroicas, digamos, a campo abierto, valor y coraje, violencia necesaria, lucha y convicciones. Tatita murió de viejo, feliz y retozón, en la cama mientras dormía y sus hijos lo despidieron con
amor y expresando la felicidad de haberlo conocido.
Era un hombre que en la mesa del domingo hacía reír a los circunstantes. Había luchado y había perdido y había amado siempre.
El abuelo Sala, más urbano, más recalcitrante, más hipócrita quizás, había aportado dinero para las luchas políticas pero se había quedado en
su aserradero mirando al horizonte, retorciendo ideas como clavos.
Allí están ellos, como las dos almas masculinas de mi madre.

Pasan los años, viajo a España, visito Santa Coloma de Farners, como un viajero investigador sin rumbo. Alguien me advierte. “¡Ojo!
Quien no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra”.
Llevo muchos años en España, emprendo una terapia para comprender imágenes que me acosan y que a esta altura van más allá de la utilidad que, creativamente, puedan aportarme.
Me molestan. Un hombre, eternamente persigue a un niño y lo mata de un modo vil, sólo le da un cachetazo pero la violencia de sus ojos y su mirada es muy superior al daño físico, el niño muere en una tarde consumido por el horror,cerca de allí hay un pantano cubierto de musgo verdinoso y brillante bajo el sol. Alguien tiene miedo de hundirse en la ciénaga y
morir ahogado. El miedo viaja en el cuerpo a través de generaciones. El niño, oscuro y terroso, surge de su entierro clandestino, los padres huyen hacia el norte, comprados por un dinero miserable, el niño dice “volveré y mataréa toda tu raza”.
Un hombre sentado en una incómoda silla de madera que le daña la espalda, suda dolorido, apenas cubierto por una camiseta sucia sin mangas que rodea su desamparado torso.
Alguien, con brutal precisión mecánica, le arranca las uñas.
III
Desesperado, acudo a Madrid para calmar los sangran
tes alaridos del niño asesinado de mis sueños. Me hipnotizan para que vea los sucesos, para que pueda extraer alguna clave escondida que me sirva, a mí, que nada hice, para liberar esas imágenes, mantenidas allí
quien sabe por qué esfuerzo descomunal de la psique
.
A la salida de la sesión, en un lujoso piso cercano a Opera, deambulo atontado por calles sin fin donde gente que grita parece esforzarse en
proclamar su vacua simpatía. Me siento solo y, quizás, dolorosamente libre.
Voy a sitios que no conozco, hablo con gente a la que no entiendo, me mareo, recuerdo el agua fría en mi cara en un bar, un libro de
Almafuerte con tapas duras con filos dorados y dentro cinco folios en papel seda. Con letra muy pequeña, alguien relata una historia
familiar. Todo resuena en mi interior.
IV
Yo también me acerqué cuanto me fue posible al rostro verdadero de mis antepasados. Un continente de tradiciones familiares que fue sólido
e invariable hasta el mismo momento en que, liberado del miedo y la esclavitud de la percepción, les hice frente y los miré con amor
y quizás con cierta pena y un fastidioso pesar por el inútil tiempo perdido.
Relatarlo puede parecer fácil pero llegar hasta los firmes altares de ese vasto continente de sangre no lo fue. Desde muy pequeño ya me perdía enel ir y venir de los paisajes que me rodeaban. Desaparecía por completo la noción de un yo, de un ahora restringido y limitado
al dato inmediato, y trepaba a los árboles y acomodado en las ramas me dejaba arrullar por un suave viento. Los árboles, sus copas, eran mi
lecho y el viento un mensajero que me dejaba escuchar ahí mismo, al lado de mi oreja, voces lejanas, mensajes incomprensibles cuya procedencia era tan desconocida como grande era mi curiosidad. Escuchaba por
ejemplo que un padre sugería a su hijo el mejor modo de manipular sus materiales dentro de un taller donde se celebraba el rito de un
antiguo oficio. Luego, algún pariente, en mi casa expresaba su ignorancia a la hora de hablar con su propio hijo y yo, con mi voz de
niño, repetía lo que había oído en las copas de los árboles y lo aconsejaba. Esto suscitaba miradas desconcertadas e interrogadoras, la pregunta era evidente. ¿De dónde sacaba yo aquellas ideas y aquellas palabras?
Responder a esa interrogante nunca fue un propósito de mi vida, todo lo contrario, mi cerebro se fue poblando de voces durante años. Voce
s oídas en la noche, voces oídas en los trenes, voces oídas en las comidas familiares de los domingos, voces que brotan de la
naturaleza, voces que son eco de otras voces, voces
que caen en la noche precipitándose de alturas plagadas por la oscuridad y a veces por la violencia o la premura. Voces que pasan
volando, que no quieren establecerse y permanecer,
que dicen aquí estoy y luego dicen ya
me he ido. Las voces claras de los árboles, las voc
es sabias de las rocas, la asombrada voz
de algunos roedores.
Luego vinieron las voces de los hombres sabios. Voces pesadas, voces artificiales, voces de difícil invocación. Una voz me asombró entre otras,
yo que lo conozco todo, la voz de un alemán llamado Max Weber. Este hombre se pasó diez años en un altillo, pensando, sin
hablar, articulando su pensamiento, y un día bajó de allí y habló, por Dios, cómo habló, su hermana Mariana estaba asombrada, la voz de Max hab
ía perdido el metal y había ganado profundidad, rapidez, concisión y claridad. Nadie se fija en estas cosas, a mí me persiguen,
como recuerdos propios, estos recuerdos ajenos. Yo
fui, en algún momento, Max Weber y bajé de mi altillo con una voz nueva. El milagro está a la orden de día, es moneda corriente
en muchas ciudades cuyas voces más recónditas, agitadas, mezcladas y aventadas por el viento, recorren las avenidas de mi cerebro.
Weber me habla de todo, habló de un lenguaje para su disciplina que esté tan separado de la vida que pueda aportar toda la potente luz de
que es posible la ciencia para volver a conocer esa misma vida. Se necesita un lenguaje que no sea de este mundo para entrar en
este mundo.
Alguna tarde en alguna ciudad extraña y oscura me he mirado la mano y he sentido que esa mano era su mano y que la tibia y pequeña letra de
los manuscritos que tenía delante eran suyos y suyos los ojos con que los estaba mirando.
Entonces, me hundo en un vacío negro en el que me reconozco como una materia total, infinita y viajera. En todas partes estoy, de todas
partes vengo.
V
Un día, recuerdo, le dije a mis allegados —no los identificaré— que me recluiría en una casita pequeña que teníamos en el jardín, que
saldría de allí cuando llegara a una conclusión
–ellos conocen mis afanes–. Pasaron los años lentamente al comienzo. A veces salía para reunirme con mis padres que venían a verme a mí y a
mi familia y departíamos un rato, el suficiente para que ellos pudieran continuar sosteniendo la creencia en mi “normalidad”.
Para que todos puedan entenderlo, puse en práctica
un programa de acción y ejercicios y lecturas que combinaban lo mejor de Oriente y Occidente y me remití a él sin flagelarme
pero sin descanso y con pasión. Vivimos la época dela maestría personal, esta es una conclusión a la que llegué, puede parecer una frase
hecha más que se suma a la infinita cantidad de sandeces que se dicen pero pensada y dicha en el momento adecuado funciona
como verdad posible.
Miles de libros fueron devorados en aquel pequeño h
ogar de la elevación. Mil etapas quemé
en breve lapso y pronto el tiempo pareció acelerarse. Cuando salía de mi reclusión le preguntaba a mi mujer o a otros, datos acerca de la
realidad común.
Hubo un momento en que el tiempo, en común acuerdo
con mis percepciones interiores, pareció acelerarse. Para ese entonces, yo había alcanzado un grado importante de maestría
sobre el tiempo. Podía vivir en él y utilizar sus escalas pero podía asimismo sustraerme a una dimensión groseramente material de tierra y dimensiones planas que está detrás y lo sostiene.
Fue ejecutando determinado ejercicio físico, para a
justar el cual hube de viajar a lejanos países para asegurarme de la precisión con que lo realizaba, que caí, como quien vuelca en
el barranco, en un terreno poroso e inmaterial de n
aturaleza esponjosa y brillante. Todo estaba poblado de luz, luz en haces horizontales que nos barrían, a mí y a otros seres de aquel universo horizontal, revelando nuestro carácter lábil o provisorio. No sentí miedo
sino tranquilidad. Desde siempre he sido osado. Recuerdo de pequeño con mi padre en la montaña que una vez cayó herido por una bala
perdida, antes de ir a buscar ayuda le dije
¿quieres que te arranque la bala? El me miró dudoso
pero en la serena claridad de mis ojos de niño se ve que vio la confianza que habitualmente depositaba en los dioses socialmente
sancionados. Entonces yo le dije –sólo tenía ocho años– que se la sacaría con la punta del cuchillo, pero que me perdonara de antemano si lo
mataba en el intento. Dudó, se sumió en la confusión, pobre padre el mío que delirio de dolor y mareo lo arrastró hasta que finalmente me dijo “está bien, quítala, y no te preocupes, estás perdonado de antemano si
me mataras en el intento”. Con la tranquilidad de aquel salvoconducto me entregué al fácil erotismo de la científica curiosidad infantil, yo quería escarbar la carne humana, quería arrancar aquella bala, quería oír su dolor y luego contribuir a mitigarlo, quería ver saltar por el aire aquel denso aparatito de muerte y verlo caer en tierra, entre hojas de otoño y pajullas y el amarillo de los arbustos perennes, quería ver
ya hacer todo eso y luego contarlo. Quería guardarlo dentro de mí y creer que eso era parte de mí. Entonces reí, no te preocupes, dije,
no te preocupes papá, no te mataré. Y le hinqué el cuchillo a fondo, quebré algo, rompí otra cosa más pequeña, sangró la pierna, y saltó la
bala, papá se deshizo en gritos quejumbrosos y doloridos, yo sudé un poco y luego sonreí con una sonrisa grande y entregada, miré a papá y vi que no moriría. Entonces, con una pasión que no he vuelto a
poner ni siquiera en la posesión de una mujer volqué en la herida líquidos cicatrizantes, alcoholes que renovaron el aullido doloroso que atravesó el bosque y chocó con las montañas. Sentí poderío, sentí que era un hombre y que los hechos me cargaban de energía, pero que eran neutros.
Entonces me derrumbé y aparecí en otro tiempo donde me costaba situarme. Y donde, además, yo actuaba como si supiera quién era, pero
la verdad es que no tenía ni idea.
Sé que la lengua que hablaba dejó huellas que vienen y van por las circunvoluciones de mi cerebro y cuando lo hacen las reconozco y las
utilizo con una enorme y fácil comodidad.
En ese mundo yo era hijo de alguien y le amaba, era un buen hijo y volvía a casa tras años de ausencia y el pueblo me recibía jubiloso y
celebraba unas victorias que yo había obtenido en lejanas tierras. Todo eso sentí y todo me era conocido, todo eso resonaba en mi interior
y nada era nuevo para mí. Mi cuerpo se dejaba guiar
con el sabio poder del instinto y del movimiento y de ese modo llegué a una casa de piedra de grandes puertas suntuosas,
atravesé un puente y esperé ante una larga mesa iluminado por candelabros. Vino entonces un hombre de cabellos ensortijados y maravillosos, grises, azulados por momentos y
dorados y argénteos anillos en las manos. Nada más
vernos, la felicidad recorrió nuestros cuerpos. Él había confiado en mí en otro tiempo y ahora estaba aquí para presenciar el
estupendo resultado de su indomable fe. Sé que hablamos de valor, de la nostalgia, de las premuras en los momentos críticos, de la esperanza,
de la amistad y de la sabiduría. Sé que me reveló y mi cuerpo y mi mente pudo entender que “primero fue la metáfora” y sólo
cuando esta se convierte en verbo aparece la litera
tura” y sé que esa mención me retrotrajo a un recuerdo en el cual estaba con aquel hombre y con mi padre de ese tiempo y recorríamos unos caminos de montaña tapizados de hojas y el hombre aquel o su voz decía
“estampido del cielo presente en cabellos de los árboles”, luego “cabellos rojos bajo estampido presentes ahora al pie de la montaña” y continuaba de un modo monótono y claro con la enumeración de las situaciones posibles a las que podía desplazarse aquella imagen física del fuego. Un mundo de espacio donde los fenómenos se espacializan
transfigurándose, más grandes, más pequeños, más cerca, más lejos. Recuerdo asimismo que aquel hombre le decía a mi padre. “Tras muchos
traslados de esa imagen física, ese traslado adquiere un nombre, es una metáfora que a la vez es nombre, y cuando su carácter
se vuelve habito, se convierte en un verbo. El mundo no es en realidad más que tres o cuatro metáforas esenciales y sus variantes
convertidas en verbos. Quien comprenda esto
adquiere el derecho a utilizar poderosas palancas de movimiento. Los que meramente manipulan dicen que el verbo estuvo primero y dicen
que “fue” para que parezca algo más esencial”.
Yo sé que al escuchar aquellas palabras y dejar que
el eco de su intensidad retumbara en mi
interior, como si se tratara de un brote vegetal en
pleno crecimiento, un pensamiento nació
en mí y se hizo parte de mí, yo pensé “que un día v
olveríamos” y no me pregunten porqué
en ese momento algo sabía en mí quienes eran esos m
iembros de “nosotros”, pero lo sabía.
Y me dije a mi mismo para recalcarlo “un día volver
emos” y como bajo el efecto hipnótico
de una salmodia litúrgica repetí: “Volveré, un día
volveremos, porque yo represento a todos aquellos que se quedaron con las ganas, que volverán, que no renuncian a sus pensamientos
más íntimos, que saben de su generosa sabiduría y
de los peligros del poder. Por mí, por todos ellos, volveré”
Al volver en mí, me pareció oír, a aquel hombre de
cabellos cenicientos y lujosos anillos llenos de historia, que decía “ya ha entrado en contacto con ellos, cuando el tiempo se
superponga generaran hechos”.
VI
Caí, como quien vuelca en el barranco, en un terreno poroso e inmaterial de naturaleza esponjosa y brillante. Todo estaba poblado de luz,
luz en haces horizontales que nos barrían, a mí y a otros seres de aquel universo horizontal, revelando nuestro carácter lábil o provisorio. No sentí miedo sino tranquilidad.
El caer, volvieron las voces antiguas, como si hubieran estado aguardando escondidas en un ángulo de la manifestación a este momento
supremo. Todo el ámbito de mi ser, que
ahora era desconocido y extenso, se pobló de diálogos que cruzaban ante mi como mensajes espectrales. De pronto me vi ante un metal
de aspecto militar –escudo o cobertura de un carruaje bélico– mi rostro, repentinamente joven cambiaba de forma a una
velocidad extrema. Ahora indio, ahora negro, ahora
mulato, ahora blanco, ahora chino,
todas las sangres tenían su rasgo en mi rostro, yo
era todos y a la vez. Sentí fervor, sentí gloria, sentí una efusión bélica en mi sangre, sentí el dolor de la herida, el deseo de
venganza, la ejecución minuciosa de un plan mortal,
sentí el enfriamiento de los músculos y el cerebral trajinar de una actividad conspirativa,sentí que yo era nosotros y que volvíamos.
Fui yo, fui muchos, fui una conciencia que desplegaba sus alas como un águila cuya sombra enmudecía a las multitudes. Me encontré en una plaz
a y mataban a un hombre movido por el ardiente deseo de justicia. Pregunté quién es ese y me dijeron que Túpac Katari.

Vi cómo lo mataban y vi el rigor helado de sus ojos
mirando despojados de sus párpados a su verdugo aterrado. Le oí decir con cada una de mis células:
“¡Volveré y seré millones!” Y sentí que la vida es
eterna con un sacudimiento de mis músculos que me tumbó con un golpe cuan largo soy, en la arena de la plaza. Pensé o intenté pensar “la vida es eterna” pero en cambio sentí el implacable carácter del mito y
quedé allí tumbado y tieso como una losa de mármol,como una piedra pesada. Entonces mi conciencia se hundió en un lago que era un río
que era el cielo que era la montaña que era la uña de un niño que era el ala de un ave que era la orilla del mundo que era fuerte y
desmedida, insondable, sombría y poblada por la esperanza a un tiempo, entonces me lancé a un agua oscura que era yo mismo convertido en
agua y me recibía cuando yo era sin
cuerpo un algo que flota que cunde que viaja que surge, y supe que yo siempre volveré.
VII
Extenuado por la lectura de aquellos hechos y aquel
las emociones que parecían proceder de
detrás del tiempo me dormí en el hotel de Madrid donde decidí pasar la noche. Pensé en Borges, en un barco que vi una vez surcando el río
de la Plata en la noche rumbo a Montevideo, pensé en el territorio llamado Tlön, leí las últimas noticias sobre Bolivia y
pensé que quizás el tiempo había dado su vuelta cíclica y ya era hora de acabar con mi autoexilio y volver para el momento grande de la
fratria, de los hermanos de que hablaba Andrés Bello. Pensé que le conciencia de inmortalidad es más grande que el desarrollo local
de la conciencia en un cerebro y en un solo ser y de algún modo la barre como una descarga eléctrica poderosa acabaría con una
instalación inadecuada. Recordé a Leonard Orr en Gerona hablando sobre la inmortalidad física y cómo de algún modo “EL Inmortal” y “Tlön Uqbar Orbius Tertius” son uno y el mismo relato, donde el
desproporcionado carácter caótico de la narración imita (un recurso inusual en la literatura Borges) de algún modo las azarosas derivas de una mente que se supiera inmortal, es decir que no concibiera su acabamiento.
Y esa conciencia sólo puede ser un lugar. Ahora es una metáfora, no pude menos que pensar en el inquietante redactor de aquellos cinco
folios y recordar “en el principio fue la metáfora”. Decidí llamar a ese lugar “Borges” y luego, más racional, cuando hube
deshebrado unos cuantos caracteres posibles de ese
lugar, decidí llamarlo “lugar llamado
Tlön”. Un lugar donde las cosas duran mientras permanecen anidadas en alguna conciencia. La cesación del contenido de conciencia
implica el acabamiento del fenómeno.
Me entregué, mirando el contaminado cielo de Madrid
a la recordación del curso de Orr, y
cómo adquiríamos “realmente” una conciencia inmorta
l. Cerré los ojos y busqué esa posición de la conciencia, ese lugar. Entonces mi percepción interior comenzó a trabajar, se
quebró en dos. En un lugar, como si fuera un cuarto
ventilado estaba yo con los ojos cerrados y oía o representaba en mi mente lo que seinfería del transcurrir en el cuarto de al
lado, donde la vida retomaba su actividad incesante
con mecánica precisión. Sentí
emociones antiguas, desligadas de cualquier tipo de
objeto. Sentí una tristeza primordial, un
dolor también primordial y una feraz alegría
desbordante que parecía partirme el pecho en
dos y cuyo origen me resultaba indiferente.
Estaba en un lugar que era un no-lugar y allí todo
iba a una velocidad sin medida.
Vi a mi abuelo y su atroz miedo a una maldición, el
terror de los que mandan cuando el
servidor lo condena. Vi a mi abuelo cuando le
arrancaban la uñas y sentí cómo su
convicción llena de la fe en sus actos lo preservaba mágicamente de cualquier penoso dolor. Por un instante iluminador que pasó raudo co
mo un lampo me sentí ajeno y fui como un ojo, yo era un ojo. En este estado permanecí no sé cuánto tiempo. De pronto
sentí la presencia de mi madre que me daba las gracias y me decía que ya está, que ya había
cumplido con parte importante de mi misión. Que el
aire estaba más limpio.
Entonces me desperté y estaba sudando y el pecho subía y bajaba como un enorme fuelle anheloso. Y experimenté una libertad interior como
nunca antes. No la entendí, pero la acepté.
Ahora sabía que volvería, que el camino estaba abierto y claro, limpio, único y firme. Pensé en mí en términos de multitud y me dije que yo
también volvería, que un día volveré y seré
millones, que al final sólo hay alegría y chispas cósmicas que pasan fugaces como los meteoros, tan fugaces que parece que escondieran un
as risillas. Salí a pasear por las calles y me hundí en la noche lleno de una fe sin objeto, una de las más hermosas sensaciones que
un hombre puede experimentar mientras observa las estrellas.
 

ISBN-13:
978-1499171303
ISBN-10:
1499171307

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